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medio usa 4,7 hectáreas de terreno para su sustento, mientras que un habitante urbano

medio de la India debe conformarse con sólo 0,4 hectáreas. Cuanto mejor es su calidad

de vida, mayor es la «huella ecológica» que una ciudad deja en el planeta que todos

compartimos. Londres necesita un territorio 120 veces más extenso que el que ocupa la

propia ciudad, mientras que Vancouver, por ejemplo, clasificada en primer lugar por su

calidad de vida, no podría mantenerla sin un Lebensraum 180 veces mayor que ella

misma.

La polarización ha ido ya demasiado lejos como para que sea aún factible aumentar

la calidad de vida de la población de todo el planeta hasta equipararla a la de los

países más favorecidos de Occidente. John Reader señala que: «Si todos los habitantes

de la Tierra vivieran con el mismo nivel de confort que el ciudadano norteamericano

medio, necesitaríamos no uno, sino tres planetas para mantenerlos» [17] . No parece

probable que podamos hallar otros dos planetas además del que tenemos, por lo que

tampoco es posible igualar «por arriba» las oportunidades de los habitantes del planeta

dentro del marco de la sociedad individualizada.

Así pues, la individualidad continúa siendo un privilegio y, probablemente, lo

continuará siendo durante bastante tiempo. Es un privilegio dentro de cada sociedad

cuasiautónoma, donde se juega a la autoafirmación escindiendo a los consumidores

«emancipados», hechos y derechos (aquellos que se esfuerzan por componer y

recomponer sus individualidades únicas a partir de las «ediciones limitadas» de los

últimos diseños de la alta costura), de la masa anónima de aquellos que están

«atrapados» y «fijos» en su identidad (una identidad sin alternativa, sin preguntas

previas, asignada o impuesta, pero, en cualquier caso, «sobredeterminada»). Y también

es un privilegio a escala planetaria, en un planeta dividido en enclaves dentro de los

cuales una serie de redes —que proporcionan fáciles conexiones de entrada (aunque

frágiles y superficiales) y desconexiones instantáneas con sólo solicitarlas y pulsando

una simple tecla— están sustituyendo a los densos tejidos de vínculos anteriores que

habían sido urdidos a partir de una serie de derechos y deberes arraigados e

innegociables, y a las grandes extensiones de territorio en las que el advenimiento de la

individualidad se vive más como un presagio de la desaparición de las redes de

seguridad tradicionales que de la libertad de movimiento y de elección.

La perspectiva de extender el modo de vida del que disfrutan los enclaves

privilegiados hasta abarcar la totalidad del planeta es, por los motivos expuestos antes,

del todo irreal. La forma consumista que ha adoptado la actual «emancipación hacia la

individualidad» parece mostrarse singularmente resistente a esa clase de extensión;

cabe preguntarse hasta qué punto la exclusión a la que se ven abocados muchos con

respecto a la individualidad no es el sine qua non de la individualidad de unos pocos,

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