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Armados (para bien y para mal) del conocimiento del bien y del mal, los seres

humanos juzgamos y somos juzgados por lo que ha ocurrido y por lo que hemos hecho o

hemos desistido de hacer. Ponemos el «debería ser» en los asientos del jurado y el «es»

en el banquillo de los acusados. Llevamos con nosotros (o en nuestro interior) el juez

que preside la sesión (al que habitualmente llamamos «conciencia») dondequiera que

vayamos y hagamos lo que hagamos. Y creemos que tiene sentido alcanzar un juicio,

porque tiene el poder de cambiarnos para bien (o, al menos, para algo menos malo) a

nosotros y el mundo que nos rodea.

Tan inevitablemente como el agua surge de la coincidencia entre el oxígeno y el

hidrógeno, la esperanza se concibe cuando se encuentran la imaginación y el sentido

moral. Como memorablemente expuso Ernst Bloch, antes que homo sapiens (una

criatura que piensa), el hombre es una criatura esperanzada. No sería difícil demostrar

que Emmanuel Levinas quiso decir más o menos lo mismo cuando insistió en que la

ética precedió a la ontología. Del mismo modo que el mundo exterior debe probar su

inocencia ante el tribunal de la ética (y no al revés), la esperanza no reconoce (ni tiene

por qué reconocer) la jurisdicción de «lo que meramente es». Corresponde a la

realidad explicar por qué no estuvo a la altura del criterio de adecuación fijado por la

esperanza.

Trazar los mapas de la utopía que acompañaron al nacimiento de la era moderna fue

tarea fácil para sus delineantes: no tenían más que llenar los espacios en blanco o

repintar las partes más feas o desagradables del entramado de un espacio público cuya

presencia se daba (con buen motivo) por sentada y no se consideraba en absoluto

problemática. Las utopías, las imágenes de la vida buena, eran naturalmente sociales,

ya que nunca se ponía en duda el significado de lo «social»: no era todavía la «cuestión

esencialmente polémica» en la que se convertiría en nuestro tiempo, tras el golpe de

Estado neoliberal. La cuestión de a quién correspondía poner en práctica el plan de

acción y presidir la transformación no era un problema: un déspota o una república, un

rey o un pueblo. Cualquiera de ellos estaba firmemente asentado en su sitio y parecía

aguardar tan sólo una explicación y una señal para actuar. No es extraño, pues, que la

utopía pública o social fuese la primera víctima del extraordinario cambio

experimentado por la esfera pública en nuestros días.

Como todo lo que antaño se hallaba bien situado en dicha esfera, la utopía se ha

convertido en blanco y presa de llaneros, cazadores y tramperos solitarios: uno de los

muchos trofeos de la conquista y la anexión de lo público por lo privado. El proyecto

social a gran escala se ha dividido en multitud de baúles de viaje privados,

sorprendentemente similares unos a otros, pero en modo alguno complementarios. Cada

uno de ellos está hecho a medida de la dicha absoluta del consumidor y pensado, como

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