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masas a su astucia a la hora de hacerle el juego a ese ideal: «Se satisface ese anhelo de
“sentirse en terreno seguro” (reflejo de una necesidad infantil de protección, superior al
deseo de emoción). El elemento de excitación sólo se conserva medio en broma […]
Todo parece estar “predestinado” de uno u otro modo» [138] .
Si la «emancipación», objetivo supremo de la crítica social, aspira al «desarrollo
de individuos autónomos e independientes que juzguen y decidan de manera consciente
por sí mismos» [139] , ha de hacerlo contra la formidable resistencia que opone la
«industria cultural», pero también contra la presión de esa multitud cuyas ansias
promete satisfacer esa misma industria (y que, engañosamente o no, satisface).
¿En qué lugar deja rodo esto a los intelectuales, los guardianes de las esperanzas y
promesas incumplidas del pasado, los críticos de un presente que es culpable de
haberlas olvidado y de haberlas abandonado antes de que pudieran cumplirse?
Según una opinión común, inaugurada al parecer por Jürgen Habermas e impugnada
(y sólo en fecha relativamente reciente) por muy pocos de los estudiosos de Adorno, el
mejor modo de expresar la respuesta de este último a estas y otras cuestiones similares
es mediante la figura del «mensaje en la botella». Quienquiera que escribiera el
mensaje y lo introdujera en la botella, la selló y la arrojó al mar sin tener la más
mínima idea de cuándo sería localizada (si es que llegaba a serlo nunca) ni de quién la
pescaría (si es que alguien la pescaba alguna vez), ni tampoco de si ese pescador,
descorchada la botella y extraído el pedazo de papel de su interior, podría y querría
leer el texto, entender el mensaje, aceptar su contenido y ponerlo en práctica de la
manera pretendida originalmente por su autor. Toda la ecuación está formada por
variables desconocidas y el autor del «mensaje de la botella» no tiene modo alguno de
resolverla. Como mucho, podría repetir aquellas palabras de Marx, dixi et salvavi
animam meam: el autor ya habría cumplido con su misión y hecho todo lo que estaba en
su mano por salvar el mensaje de su extinción definitiva. Las esperanzas y promesas
que él conoce, pero que la mayoría de sus contemporáneos nunca han aprendido o han
preferido olvidar, no sobrepasarán un punto sin retorno en su camino hacia el olvido:
tendrán la oportunidad de ser revividas al menos una vez más. No morirán con el autor
(o, cuando menos, no tendrán por qué morir como habrían muerto si el propio pensador,
en lugar de emplear una botella herméticamente sellada, se hubiese rendido y hubiese
quedado a merced de las olas).
Como advierte Adorno (y de forma reiterada), «ninguna idea es inmune a la
comunicación y pronunciarla en el lugar equivocado y de forma discordante basta para
socavar su verdad» [140] . Así que, a la hora de comunicarse con los actores, con los
aspirantes a actores, con los actores frustrados y con quienes son renuentes a unirse a la