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hombres y/o mujeres que luchan por adquirir mayor autoestima, por desarrollar su

potencial y por hacer un uso adecuado de sus capacidades. En definitiva, una de las

cuestiones más decisivas que está en juego con la educación permanente orientada al

«empoderamiento» es la de la reconstrucción de un espacio público (cada vez más

desierto en la actualidad) en el que los hombres y las mujeres puedan participar en una

traslación continua entre lo individual y lo colectivo, entre los intereses, los derechos y

los deberes de índole privada y los de índole comunal.

«A la luz de los procesos de fragmentación y segmentación, y de la creciente

diversidad individual y social», escribe Dominique Simone Rychen, «el fortalecimiento

de la cohesión social y el desarrollo de un sentido de conciencia y responsabilidad

social se han convertido en objetivos sociales y políticos importantes» [105] . En nuestro

lugar de trabajo, en nuestro vecindario y en la calle nos mezclamos a diario con otras

personas que, como señala Rychen, «no hablan necesariamente nuestro idioma

(entendido en sentido literal o metafórico) ni comparten una misma memoria o

historia». En tales circunstancias, las aptitudes que más necesitamos para dar a esa

esfera pública una oportunidad razonable de recuperación son las relacionadas con la

interacción con otras personas: dialogar, negociar, comprenderse mutuamente y

gestionar o resolver los conflictos que inevitablemente surgen en todo ejemplo de vida

compartida.

Permítanme reafirmar lo que ya se afirmó al principio: para ser de alguna utilidad, en el

contexto moderno líquido, la educación y el aprendizaje deben ser continuos y, de

hecho, permanentes o prolongados a lo largo de toda la vida. Confío en que ahora

podamos apreciar que una de las razones (quizás la decisiva) por la que debe ser

continua y permanente estriba en la naturaleza de la tarea a la que nos enfrentamos

dentro del camino compartido hacia el «empoderamiento», una tarea que es

exactamente igual que como debería ser la educación: continua, permanente, que dura

toda la vida.

Así es, en realidad, cómo debería ser la educación para que los hombres y las

mujeres del mundo moderno líquido puedan perseguir sus metas vitales con un mínimo

de recursos y confianza en sí mismos, y puedan tener esperanzas de alcanzarlas. Pero

existe otra razón, mencionada menos a menudo, aunque más poderosa que la anterior:

no se trata de adaptar las aptitudes humanas al ritmo acelerado de los cambios del

mundo, sino de hacer que ese mundo tan rápidamente cambiante resulte más acogedor

para la humanidad. Esa es una tarea que también precisa de una educación continua a lo

largo de toda la vida. Henry A. Giroux y Susan Searls Giroux nos recordaban

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