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los grandes espectáculos cuando son publicitados y promocionados adecuadamente: los

espectáculos de las celebridades, que cuentan con una asistencia masiva, según los

criterios de Boorstin, gracias a que son conocidos por ser conocidos y a que venden un

gran número de entradas porque las entradas se venden bien. Los «espectáculos»

disponen de ventaja sobre otras marcas fijadas por las compañías porque estas

dependen de la lealtad duradera de unos clientes fieles. Los espectáculos sintonizan

mejor con el exageradamente breve lapso de la memoria pública y con la competencia

encarnizada entre los señuelos que pugnan por la atención de los consumidores. Los

acontecimientos, como todo genuino producto de consumo, llevan una fecha «de

caducidad»; es muy posible que sus planificadores y sus supervisores no incluyan en

sus cálculos las cuestiones relacionadas con el largo plazo (con la doble ventaja que

ello les reporta en términos de ahorro y de sensación de confianza, en perfecta

consonancia con el espíritu de los tiempos) y busquen y se encaminen hacía «un máximo

impacto y una obsolescencia instantánea» (parafraseando la acertada expresión de

George Steiner).

La carrera espectacular (valga la redundancia) del espectáculo de duración

prefijada como forma más eficaz y cada vez más empleada de activación de marca (o

branding) concuerda perfectamente con la tendencia universal del contexto moderno

líquido. En ese escenario, todos los productos culturales —tanto los objetos

inanimados como los seres humanos instruidos— tienden a ser puestos al servicio de

«proyectos» de reconocido carácter excepcional y efímero. Y, como uno de los equipos

de investigación citados por Naomi Klein descubrió en su momento, «se puede poner

marca no sólo a la arena, sino al trigo, a la carne de ternera, a los ladrillos, a los

metales, al hormigón, a los productos químicos, a la sémola de maíz y a una infinita

variedad de artículos, tradicionalmente considerados inmunes al proceso» [43] y de los

que hasta ahora se creía (equivocadamente, como se ha acabado por demostrar) que

podían confiar en sus méritos intrínsecos y probar su valía tan sólo revelando y

demostrando su propia excelencia.

El «síndrome consumista» al que la cultura contemporánea está cada vez más rendida

gira en torno a la negación enfática de la dilación como virtud y del «aplazamiento de

la satisfacción» como precepto, principios fundamentales ambos de la «sociedad de

productores» o «productivista». En la jerarquía heredada de valores reconocidos, el

«síndrome consumista» ha destronado a la duración y ha aupado a la fugacidad. Ha

situado el valor de la novedad por encima del de lo perdurable.

Sería, sin duda, tan injusto como desaconsejable cargar a la industria de consumo

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