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que se pruebe lo contrario. En este caso, no hay margen para la duda: en lo concerniente
a la verdad, la ciencia tiene la última palabra. Y, por lo tanto, es inútil poner objeciones
a sus pronunciamientos. De Simon Blackburn se podrá decir que no hace más que seguir
el ambiente imperante del momento y estampar el sello de aprobación del saber erudito
sobre carencias actualmente comunes; de John Marsden no se puede decir lo mismo y,
aunque lo dijésemos, no restaríamos un ápice de verdad a la opinión de Marsden,
Dicho esto, hay un elemento que une a esas dos afirmaciones, pese a sus diferencias de
base: el sumo interés que ambos sienten por el público lector y el ávido (y entusiasta)
fervor con el que han sido aceptados o adoptados (algo no habitual entre los
descubrimientos científicos y las opiniones académicas en general).
Para un sociólogo, quizás sea esa acogida tan inusitadamente calurosa y
generalizada la que supone el fenómeno más intrigante en esta historia, todo un enigma
sobre el que conviene reflexionar y que precisa explicación. Y sólo existe una: dado
que, por norma, las personas tienden a prestar más atención a aquellos mensajes que
más ansían oír, la atenta respuesta que afirmaciones como las de Blackburn y Marsden
suelen recibir actualmente sólo tiene sentido si sus palabras se ajustan bastante a unos
determinados deseos explícitos o semiconscientes de la gente que las oye. Podemos
intentar considerar qué deseos tan común y hondamente sentidos son esos que nos
permiten comprender el porqué de esa apertura selectiva y escogida de la mente de las
personas.
Yo sugiero que tanto los mensajes comentados ames como otros muchos de
características similares tienden a ser recibidos con gratitud y a gozar de un crédito
incondicional porque prometen mitigar y aplacar los tormentos espirituales que muchas
personas padecen actualmente y que tratan en vano de ahuyentar o de reprimir. Y digo
en vano, porque el malestar es auténtico y no desaparecerá sin que antes se realice un
esfuerzo que la mayoría de personas se sienten incapaces de (o reticentes a) realizar.
Una de esas formas de sufrimiento es un efecto secundario del hecho de vivir en una
sociedad de consumo. En dicha sociedad, los caminos son muchos y dispersos, pero
todos pasan por los comercios y las tiendas. Toda búsqueda vital (y, de manera
especialmente significativa, la búsqueda de la dignidad, la autoestima y la felicidad)
precisa de la mediación del mercado, y el mundo en el que se inscriben tales búsquedas
está hecho de mercancías: objetos juzgados, apreciados o rechazados según la
satisfacción que aportan a los clientes del mundo. De dichos objetos también se espera
que sean fáciles de usar y que produzcan una satisfacción inmediata y directa, sin
apenas esfuerzo (o, mejor, sin esfuerzo alguno) y, por supuesto, sin sacrificio alguno por
parte del usuario. Si no cumplen lo prometido, si la satisfacción no es total o no es tan
grande como se esperaba, los clientes volverán a la tienda esperando que se les