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respuestas aprendidas, ni conecta con las intuiciones de sentido común adquiridas. De

ahí que se tienda a reemplazar esos ideales por los valores de la gratificación

instantánea y de la felicidad individual.

A medida que la sociedad moderna líquida y su consumismo endémico avanzan, los

mártires y los héroes se hallan en franca retirada. Hoy encuentran su último refugio

entre aquellos pueblos que todavía libran lo que a muchos habitantes del planeta

(quizás, a la mayoría de ellos) se les antoja una guerra contra todo pronóstico de

victoria y que ya tienen perdida de antemano: una guerra contra las formidables

potencias financieras y militares globales que asedian los escasos territorios vírgenes

que aún quedan con el fin de implantar su forma de «vida nueva» dondequiera que

vayan (un modo de vida que, para quienes lo reciben, augura el fin de la vida que

habían conocido hasta entonces y, quizás, incluso el fin de la vida en general).

A los más desesperanzados y desesperados de los asediados les quedan pocas

opciones salvo recurrir al argumento definitivo: el sacrificio voluntario de su propia

vida con la esperanza de dar testimonio (por trágicamente retorcido que sea) del valor

del modo de vida que se les ha hecho imposible vivir y que está a punto de serles

negado para siempre. Para ellos, una muerte dignificada de ese modo se les antoja la

última oportunidad de alcanzar una dignidad que ya les ha sido arrebatada en vida. Esas

personas son material maleable en manos de hábiles y astutos manipuladores, crueles y

despiadados. Es de esas filas de donde se recluta a los terroristas de la actualidad. Son

mutantes deplorablemente distorsionados de los mártires de la vieja escuela, sobre los

que también se ha injertado una imitación igualmente deformada de los héroes de

antaño.

Los mártires de tiempos pretéritos estaban preparados para sufrir, pero no para

hacer que otros sufrieran, puesto que la eficacia del martirio voluntario estribaba en la

prueba que con él se pretendía ofrecer de la valía inmortal de la creencia en cuya

defensa aquellos mártires se inmolaban; el «heroísmo», por su parte, solía medirse por

el número de enemigos que el suicidio del héroe lograba destruir. Los mártires de la fe

no eran héroes y los héroes de las guerras nacionales habrían rechazado la etiqueta de

mártires por la ineficacia de la muerte de estos (una ineficacia que tanto los héroes

como sus panegiristas habrían tachado de lamentable). Pero por virtuosos que los

mártires y los héroes reivindiquen ser o sean reivindicados como tales por otros en sus

respectivos y distintos términos, la combinación de sus cualidades produce una mezcla

incongruente y ciertamente satánica…

La sociedad moderna líquida de consumo convierte las hazañas de los mártires, los

héroes y todas las versiones híbridas de unos y otros en hechos sencillamente

incomprensibles e irracionales y, por consiguiente, atroces y repulsivos. Esa sociedad

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