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que sus sustitutos son reacios a asomar desde bastidores, nuestros coetáneos tienen que

actuar en los que —siguiendo a Hannah Arendt y, a través de ella, a Bertold Brecht—

podríamos muy apropiadamente llamar «tiempos de oscuridad» [39] . El retraimiento con

respecto a la política y al ámbito de lo público acabarán convirtiéndose —escribió

Hannah Arendt proféticamente— en la «actitud básica del individuo moderno, quien,

alienado del mundo, sólo puede revelarse verdaderamente en privado y en la intimidad

de los encuentros cara a cara» [40] .

Es a esa privacidad recientemente adquirida e impuesta y a la «intimidad de los

encuentros cara a cara», compañeras inseparables ambas de los «tiempos oscuros», a

las que sirve el mercado de consumo, promoviendo con ello la contingencia universal

de la vida de consumo en la que dicho mercado florece, y sacando partido así tanto de

la fluidez de las ubicaciones sociales y la precariedad de los lazos humanos como del

controvertido, inestable e impredecible estatus de los derechos, las obligaciones y los

compromisos individuales, y de un presente que se sitúa más allá del alcance de sus

ciudadanos y de un futuro obstinada e incurablemente opaco y oscuro. Presionados y

víctimas de la impotencia (aunque mostrando escasa resistencia a todo ello), los

gobiernos estatales y sus gestores abandonan las ambiciones de regulación normativa

de las que en tiempos habían sido acusados por Adorno y otros críticos de la «sociedad

de masas plenamente administrada» entonces emergente, situándose ahora en un «estado

agéntico» y asumiendo el rol de «intermediarios honestos» de las necesidades del

mercado (léase: de unas presiones irresistibles).

Los creadores de cultura pueden sentirse (y se sienten) aún molestos por la

intervención notoria de los gestores, que insisten —fieles a la costumbre de todo gestor

— en medir la actuación cultural conforme a criterios extrínsecos (ajenos al flujo

irracional de la creatividad cultural) y en emplear su poder y los recursos que manejan

para asegurarse la obediencia a las normas por ellos fijadas. Esta objeción principal a

la interferencia no es, como ya se ha dicho, ninguna novedad. Constituye, simplemente,

un capítulo más de una larga historia de «rivalidades fratricidas» sin final a la vista.

Para bien o para mal, o para bien y para mal, las creaciones culturales necesitan

gestores para no morir en la misma torre de marfil donde fueron concebidas…

Por otra parte, los que sí son ciertamente novedosos son los criterios desplegados

por los gestores actuales (desde su nuevo rol como agentes más de las fuerzas de

mercado que de los poderes del Estado constructor nacional) para evaluar, «auditar»,

«supervisar», juzgar, censurar, recompensar y castigar a sus pupilos. Naturalmente, se

trata de criterios de mercado de consumo, de aquellos que dan prioridad al consumo, la

gratificación y la rentabilidad instantáneos. Un mercado de consumo dirigido a

satisfacer necesidades no ya eternas sino, simplemente, a largo plazo sería un

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