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imponente con un desalentador y humillante aspecto de fortaleza resaltado por la

profusión de controles de vigilancia y vigilantes uniformados, o la inspirada por una

exhibición descarada y contundente de adornos provocadoramente ricos y recargados.

La arquitectura del miedo y de la intimidación se extiende a los espacios públicos

urbanos y los transforma infatigable aunque subrepticiamente en áreas cerradas

vigiladas y controladas las veinticuatro horas del día. La inventiva en este terreno no

conoce límites. Nan Ellin menciona unos cuantos mecanismos, la mayoría de origen

estadounidense, pero ampliamente emulados en otras partes, como, por ejemplo, los

bancos «a prueba de vagabundos» de los parques urbanos de Los Ángeles, que tienen

forma de tonel y se complementan con el sistema de aspersores de riego (Copenhague

fue un poco más allá y retiró todos los bancos públicos de la Estación Central e

implantó una política de multas a los pasajeros que se sentaran o se estiraran a

descansar en el suelo a la espera de su tren), o, también, los sistemas de aspersores

combinados con un ensordecedor jaleo de música mecánica que se usan para ahuyentar

a los vagos y a los holgazanes de las inmediaciones de las llamadas tiendas de

conveniencia.

Por lo que respecta a las sedes de las grandes empresas y a los grandes almacenes,

que hasta hace poco eran importantes proveedores de espacios públicos urbanos (y

puntos centrales y de atracción dentro de ellos), actualmente abandonan gustosas los

centros de las ciudades y se van a entornos artificiales diseñados y construidos de la

nada, en los que se incluyen cienos elementos de imitación de la parafernalia urbana

como tiendas, restaurantes… y algún que otro espacio destinado a vivienda con la

intención de disimular la meticulosidad con la que han sido extirpados y exorcizados

los principales atractivos de la ciudad: su espontaneidad, su flexibilidad, su capacidad

de sorpresa y sus ofertas de aventura (todas aquellas razones por las que se

consideraba que Stadtluft macht frei [59] ). Sirva como ejemplo de esa tendencia tan

simbólica la hilera de edificios de oficinas y sedes de grandes empresas del frente

marítimo de Copenhague, imponentes pero decididamente inhóspitos, férreamente

fortificados y escrupulosamente cercados, pensados para ser admirados de lejos, como

los muros ciegos del complejo de La Défense, en París, admirados, pero nunca

visitados. Su mensaje es claro e imposible de ignorar: quienes trabajan al servicio de

las grandes compañías en el interior de esos edificios habitan un ciberespacio global.

Su vinculación física con el espacio de la ciudad es puramente superficial, contingente

y vaga. De hecho, la majestuosa y presuntuosa grandiosidad de las fachadas

monolíticas, en las que apenas se aprecian unos pocos puntos de entrada

cuidadosamente camuflados, no anuncia más que eso. Los ocupantes de esos inmuebles

están en el lugar en el que se han construido sus despachos, pero no son de allí. Sus

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