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Ocupa «un lugar central», sin duda, y desde muy temprana edad. Nada más aprenden

a leer (o, quizás, incluso mucho antes), se instala en los niños una «dependencia de las

tiendas». Bombardeados continuamente a sugerencias sobre lo mucho que necesitan

determinados productos —de venta en tiendas y comercios— para ser las personas que

hay que ser —capaces de cumplir con su deber social y ser considerados simplemente

eso, cumplidores de su deber—, los niños se sienten inadecuados, deficientes y de

inferior calidad si no responden con rapidez a la llamada.

El llamamiento que se considera más imperativo y urgente es el de la necesidad de

reparar u ocultar defectos corporales o faciales reales o inventados para incrementar el

atractivo propio como producto de mercado. Owen Bowcott, por ejemplo, ha elaborado

una lista de las revistas de mayor tirada dirigidas al mercado adolescente que incluyen

en sus sucesivos números (una semana sí y otra también) «obsequios» o «regalos

exclusivos» de «rímel exuberante», «estupendo brillo de labios» o maravilloso spray

bronceador [91] . La última encuesta realizada en Gran Bretaña sobre el tema revela que

el 90% de las adolescentes de catorce años de edad se maquillan habitualmente, el

63,5% de las niñas de entre siete y diez años se pintan los labios, y el 44.5% se ponen

sombra o delineador de ojos. Y, aun así —señala Bowcott—, la empresa encargada del

estudio, Mintel («una de las más destacadas organizaciones dedicadas a la

investigación de los consumidores en el Reino Unido»), insiste en que «las compañías

de cosméticos podrían llegar aún mucho más lejos en su campaña de captación de niñas

y jóvenes adolescentes como compradoras de sus productos». Entre otras medidas,

sugiere, en concreto, la instalación de máquinas expendedoras de cosméticos en los

centros educativos y en los cines.

Los niños siempre fueron considerados el «futuro de la nación» y, dependiendo de

la percepción que en cada momento se tuviera de lo que constituía el auténtico bienestar

nacional, se decidía cómo había que prepararlos para su futuro y para el del país. Si

Daniel Thomas Cook hubiera escrito el fragmento citado anteriormente hace cien años

(o, quizás, hace sólo medio siglo), habría mencionado la «ética del trabajo» en lugar de

la «cultura de consumo», y la «industria» en lugar del «comercio». En la situación

actual, sin embargo, los niños de hoy son, por encima de todo, los consumidores de

mañana, cosa que no es de extrañar, ya que la fortaleza de la nación se mide en su PIB,

que, a su vez, resulta de calcular la cantidad de dinero que cambia de manos. Así que es

mejor que los niños empiecen pronto (si puede ser, desde el momento mismo de su

venida al mundo) a prepararse para el rol de compradores/consumidores ávidos y

avezados que se les vendrá encima. No habrá dinero dedicado a ese entrenamiento que

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