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esperanzas. Si nos movemos con la suficiente rapidez y no nos detenemos a mirar atrás

para hacer un recuento de las ganancias y las pérdidas, podemos seguir apiñando aún

más vidas en el espacio temporal de una vida mortal (tantas, posiblemente, como las

que nos podrían aguardar en la eternidad). ¿Para qué otra cosa, si no (que no sea para

actuar en virtud de esa creencia), son el reacondicionamiento, la renovación, el

reciclaje, la puesta a punto y la reconstitución imparables, compulsivas y obsesivas de

la identidad? A fin de cuentas, la «identidad» significa (al igual que antaño significaban

la reencarnación y la resurrección) la posibilidad de «volver a nacer», es decir, de

dejar de ser lo que se es y convertirse en otra persona que no se es todavía.

La buena noticia es que este relevo de la preocupación por la eternidad por todo el

ajetreo relacionado con el reciclaje de la identidad se completa con herramientas de

bricolaje patentadas y listas para usar que prometen hacer el trabajo más rápido y

eficaz sin necesidad de aptitudes especiales y con muy poco (o incluso ningún) esfuerzo

laborioso y torpe. El autosacrificio y la inmolación, la autoinstrucción y la

autodomesticación, la espera aparentemente interminable de algún tipo de gratificación

y la práctica de virtudes que parecen sobrepasar toda capacidad de resistencia (costes

exorbitantes todos ellos de las terapias pasadas) ya no son necesarios. Las nuevas

dietas mejoradas, los aparatos de gimnasia, los cambios del papel pintado de las

paredes, el parqué colocado donde antes había moqueta (o viceversa), la sustitución de

un Mini por un todoterreno (o al revés), de una camiseta por una blusa y de una funda

de sofá o un vestido monocromático por otra u otro saturado de color, el aumento y la

disminución del tamaño de los pechos, el cambio de calzado deportivo, la adaptación

de nuestra marca de licor preferida o de nuestras rutinas diarias a la última moda, y la

adopción de un vocabulario sorprendentemente novedoso en el que formular

confesiones públicas de turbaciones del alma… todas estas cosas sirven a la

perfección. Y, como último recurso, se nos anuncian en un horizonte desconcertante y

lejano las maravillas de la mejora genética. Suceda lo que suceda, no hay por qué

desesperarse. Si todas esas varitas mágicas no resultan ser suficientes o, a pesar de su

facilidad de uso, son consideradas demasiado farragosas o lentas, existen drogas que

prometen una visita inmediata (aunque breve) a la eternidad (de la que, con un poco de

suerte, habrá otras drogas que nos garanticen un billete de regreso).

La vida líquida es una vida devoradora. Asigna al mundo y a todos sus fragmentos

animados e inanimados el papel de objetos de consumo: es decir, de objetos que

pierden su utilidad (y, por consiguiente, su lustre, su atracción, su poder seductivo y su

valor) en el transcurso mismo del acto de ser usados. Condiciona, además, el juicio y la

evaluación de todos los fragmentos animados e inanimados del mundo ajustándolos al

patrón de tales objetos de consumo.

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