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actuar en nombre de aquella. Lo «sagrado» no fue tanto rechazado como convertido en

el blanco de una «oferta de adquisición hostil»: puesto bajo el mando de unos

administradores distintos y al servicio del Estado-nación emergente. Lo mismo sucedió

con el mártir: fue enrolado por ese mismo Estado-nación pero bajo el nuevo nombre de

«héroe».

Como señala Mosse, «la muerte en la guerra de un hermano, un marido o un amigo»

era vista —igual que, en épocas pasadas, la muerte de un mártir— como un sacrificio,

pero «ahora, al menos en público, se decía que el beneficio obtenido con aquel acto

sobrepasaba la pérdida personal». Había así algo que trascendía la muerte del héroe,

como antes había trascendido la del mártir, sólo que esta vez no era la salvación del

alma inmortal del fallecido, sino la inmortalidad material de la nación. Repartidos por

toda Europa, los heldenhaine, jardins funèbres, parchi della rimembranza, etc.,

recordaban a los visitantes el homenaje imborrable que una nación agradecida tributaba

al sacrificio de sus hijos. Lo mismo hacían los memoriales erigidos en las capitales

europeas para honrar el sacrificio de los Soldados Desconocidos y para recalcar la

idea de que ni el rango militar ni toda la vida vivida hasta el momento del sacrificio

final importaban a la hora de apreciar aquel heroico acto: es decir, para que los vivos

supieran que sólo el momento de la muerte en el campo de batalla contaba y,

retrospectivamente, definía el sentido de la vida.

Mucho ha llovido sobre los campos y ciudades de Europa desde el Sturm und Drang

Periode de la construcción del Estado-nación moderno. Lo que entonces se ensambló

con gran meticulosidad hoy se desmorona o es demolido. Antaño indivisible, la

soberanía del Estado es hoy cortada en láminas cada vez más finas que son luego

repartidas por todo el espacio continental o, incluso, planetario. Ningún Estado osa (o

desea) reivindicar una autoridad íntegra sobre su capacidad defensiva y su

ordenamiento legal, ni sobre la vida económica y cultural de la población que habita su

territorio. La que fuera la soberanía completa e integral del Estado-nación se evapora

en sentido ascendente (hacia la esfera anónima de las fuerzas globales que eluden

lealtades y compromisos territoriales), pero también fluye lateralmente (hacia los

terrenos de caza cada vez más desregulados y difíciles de gestionar de los mercados

financieros y de mercancías) y se filtra en sentido descendente (hacia los talleres

privados de la política de la vida, que están asumiendo —o sobre los que se están

cargando— las tareas y los temas cuya gestión fue en tiempos reclamada por el Estado,

el cual prometió —e intentó— ocuparse de ellos).

No teniendo ya plenamente a su cargo la economía, la seguridad ni la cultura, el

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