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puede ser, en ocasiones, un seguro frente a las exorbitantes pérdidas ocasionadas por
los errores en el análisis de costes y beneficios; para poco (o para nada) sirve, sin
embargo, en lo que concierne a asegurar que los productos culturales tengan alguna
oportunidad de revelar su auténtica calidad cuando, a corto plazo (el único plazo al
que, endémicamente, se realizan los cálculos), no se les vislumbra ninguna demanda de
mercado.
Actualmente, son los posibles clientes (en función tanto de su número como del
volumen monetario del que disponen) los que deciden (aunque, muchas veces, sea más
por defecto que de forma deliberada) la suerte de las creaciones culturales. La línea
que separa los productos culturales «de éxito» (es decir, los que atraen la atención del
público) de los fallidos (los que se muestran incapaces de saltar a la fama) viene
dibujada por las ventas, los índices de audiencia y los ingresos en taquilla (según la
ingeniosa definición de Daniel J. Boorstin, un «best seller» es un libro que logró un
elevado nivel de ventas «simplemente porque se vendió bien»). Pero los teóricos y los
críticos del arte contemporáneo no han podido establecer todavía una correlación entre
las virtudes de una creación cultural y su nivel de celebridad. De existir alguna, sería
entre el grado o estatus de celebridad y el poder de la marca, el logotipo que saca al
incipiente objeto de arte de la oscuridad y lo hace saltar al candelero.
El equivalente contemporáneo de la buena fortuna o del golpe de suerte sería que
Charles Saatchi [41] detuviera su coche frente a una recóndita tienda de un callejón
secundario en la que se vendieran una serie de baratijas cuyos recónditos fabricantes
soñaran y ansiaran ver proclamadas como obras de arte. Los objetos se transforman en
obras de arte (de la noche a la mañana) en cuanto son expuestos en una galería cuya
entrada separa el arte bueno (es decir, aquel que hay que admirar y comprar para luego
presumir de él) del arte malo (o, lo que es lo mismo, aquel del que es mejor no saber
nada y que cualquiera se avergonzaría de adquirir), así como el arte del no arte. El
nombre de la galería contagia su gloria a los nombres de los artistas en ella expuestos.
En un mundo desconcertantemente confuso y de normas flexibles y valores oscilantes
como el nuestro, la anterior es una tendencia universal, aunque no es de extrañar que lo
sea. Como sucintamente expuso Naomi Klein, «muchos de los más conocidos
fabricantes actuales ya no producen productos de los que luego hacen publicidad, sino
que compran productos y les ponen su propia marca» [42] . La marca y el logotipo
asociados (la bolsa de la compra en la que figura el nombre de la galería es la que da
significado a las adquisiciones que transporta en su interior) no añaden valor, sino que
son valor: el valor de mercado, que es el único valor que cuenta, el valor como tal.
No sólo las grandes empresas invierten valor en los productos por medio del
branding o los devalúan retirándoles su logotipo. Las marcas más potentes quizás sean