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balísticos fuesen considerados, en las etapas iniciales de la era moderna, el principal

logro de la invención tecnológica humana. Proporcionaban un servicio impecable a

quien deseara conquistar y dominar el mundo de entonces; como Hilaire Belloc

proclamó sin reparos, refiriéndose a los nativos africanos, «no os preocupéis, que

nosotros tenemos / la ametralladora Maxim y ellos no» (recordemos que la Maxim

lanzaba abundantes ráfagas de balas en muy corto espacio de tiempo, pero que sólo

resultaba eficaz si se tenía toda esa munición a mano). Lo cierto es que, en realidad, esa

forma de entender la labor del maestro y el destino del alumno precedió con mucho al

«proyectil balístico» y a la era moderna que lo inventó; de hecho, existe un antiguo

proverbio chino dos mil años anterior a la llegada de la modernidad que, a pesar de su

longevidad, aún se cita en los documentos de apoyo de la Comisión de las

Comunidades Europeas a su programa para la «educación permanente» en el umbral del

siglo XXI: «Para un año, plantad cereales. Para una década, plantad árboles. Para una

vida, formad y educad a la gente». No ha sido hasta el reciente advenimiento de la era

moderna líquida cuando esa antigua sabiduría ha perdido su anterior valor pragmático y

las personas que se ocupan del aprendizaje y de la promoción del aprendizaje conocido

con el nombre de «educación» se han visto obligadas a desplazar su atención de los

proyectiles balísticos a los inteligentes.

Más concretamente, en el contexto moderno líquido, para ser de alguna utilidad, la

educación y el aprendizaje deben ser continuos e, incluso, extenderse toda la vida. No

es concebible ninguna otra forma de educación y/o aprendizaje; es impensable que se

puedan «formar» personas o personalidades de otro modo que no sea por medio de una

re-formación continuada y eternamente inacabada.

Leszek Kolakowski explica de modo nítido y conciso que la libertad que transforma

cada paso en una elección (potencialmente fatídica) «nos viene dada por nuestra propia

humanidad y es el fundamento de dicha humanidad; dota de singularidad a nuestra

existencia» [99] . Pero también se puede decir que en ninguna otra época anterior se había

sentido de manera tan acuciante la necesidad de hacer elecciones, de decidir. Nunca

antes habíamos sido tan dolorosamente autoconscientes de nuestros actos de elección,

realizados ahora en condiciones de una penosa (aunque incurable) incertidumbre y bajo

la amenaza constante de «quedarnos atrás» y de ser excluidos del juego sin posibilidad

de regresar a él por no haber respondido a las nuevas demandas.

Lo que separa la agonía de la elección actual de las incomodidades que siempre han

acosado al homo eligens, el «hombre elector», es el hallazgo o la sospecha de que no

existen reglas preestablecidas ni objetivos aprobados universalmente que puedan

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