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deleite apenas disimulado. Los expertos más capaces e ingeniosos en el arte consumista
saben cómo alegrarse por deshacerse de cosas que han superado su fecha máxima de
consumo preferente (léase: de disfrute preferente). Para los maestros del arte
consumista, el valor de todo objeto radica en sus virtudes y en sus limitaciones a partes
iguales: tanto sus defectos ya conocidos como aquellos que todavía están
(inevitablemente) por descubrir prometen una renovación y un rejuvenecimiento
inmediatos, nuevas aventuras, nuevas sensaciones, nuevas alegrías. En una sociedad de
consumidores, la perfección (suponiendo que esta sea una noción que se tenga todavía
en pie) sólo podría ser la cualidad colectiva de una masa, de una multitud de objetos de
deseo; cualquiera que sea el anhelo de perfección que aún entretengamos, hoy en día ya
no aspira tanto a mejorar las cosas como a que abunden profusamente.
Y por eso, repito, la sociedad de consumo no puede ser más que una sociedad de
exceso y derroche (y, por tanto, llena de superfluidad y pródiga en gasto). Cuanto más
fluidos son sus contextos vitales, más necesitan los actores objetos de consumo
potencial con los que cubrir sus apuestas y asegurar sus acciones frente a los infortunios
del destino (rebautizados en la jerga sociobiológica como «consecuencias
imprevistas»). Sin embargo, el exceso no hace más que aumentar la incertidumbre
decisoria que, inicialmente, se esperaba que aquel aboliera o que, al menos, ayudara a
atenuar o a desactivar. De ahí que el exceso nunca sea suficientemente excesivo. La
vida de los consumidores es una sucesión infinita de ensayos y errores. La suya es una
vida de experimentación continua que, sin embargo, no alcanza nunca ese
experimentum crucis que les conduciría a un territorio de certeza fielmente
cartografiado y señalizado.
Cubran sus apuestas: he ahí la regla de oro de la racionalidad del consumidor. En
estas ecuaciones vitales hay, sobre todo, variables y muy pocas constantes (o ninguna);
además, las variables cambian de valor con demasiada frecuencia y rapidez como para
poder seguir la pista de todas sus modificaciones (y aún menos para adivinar sus
futuros giros y vueltas).
La vida consumidora es como un juego de la oca: los caminos que llevan de lo más
bajo a lo más alto (y, aún más, los que llevan desde lo más alto a lo más bajo) son
estremecedoramente cortos. Las subidas y las caídas se producen a la velocidad de un
lanzamiento de dados y ocurren sin apenas previo aviso. La fama alcanza pronto su
punto de ebullición y empieza enseguida a evaporarse; una persona de gran belleza
puede estar viviendo sin techo y durmiendo míseramente debajo de un puente sin que
haya forma de saber lo bella que es hasta que algún cazatalentos con ojo de lince la
localiza y lo proclama a los cuatro vientos: la moda que es obligado vestir (o con la
que es obligado que nos vean) en un momento determinado se vuelve anticuada en