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esté mal empleado.

En un libro elocuentemente titulado What Kids Buy and Why: The Psychology of

Marketing to the Kids («Qué compran los niños y por qué: psicología del marketing

infantil»), Dan Acuff exponía una estrategia integral de invasión y conquista (y, más

tarde, de gestión) del «mercado infantil», terreno previamente en barbecho o apenas

cultivado (o sólo de manera superficial) pese a su potencial casi infinito de generación

de beneficios. Él explicaba a los futuros conquistadores cómo conseguir crear,

desarrollar y comercializar productos y programas «dirigidos a los individuos jóvenes

de hoy, de edades comprendidas entre los cero y los 19 años» [92] . Luego, añade: esos

«productos» («la práctica totalidad de lo que se vende dirigido al público infantil») y

«programas» (ya sean «películas, dibujos animados o juegos electrónicos») son, por su

propia naturaleza, un homenaje a lo «preciados y sagrados que son para nosotros los

corazones y las mentes de los niños y las niñas de cualquier lugar».

Acuff y, probablemente, la mayoría de quienes le leen creen que, convirtiendo a los

niños al espíritu y la práctica del consumismo, llevan a cabo una tarea moral, como

cuando los pioneros de la industria capitalista de dos siglos atrás se creían misioneros

morales llenando sus minas y sus fábricas de niños trabajadores. Aquellos pioneros

mantenían bajos los sueldos de los pequeños para que estos tuvieran que trabajar más

horas y acabasen viendo la venta de su mano de obra como una necesidad a la que

obedecer toda su vida. Sus descendientes, los profesionales del marketing, tratan por el

contrario de generar en los niños lo que Beryl Langer llama «un estado de

insatisfacción perpetua a través de la estimulación del deseo de novedad y de la

redefinición de lo precedente como basura inservible» [93] . La finalidad última de todo

ello es la de «reproducir el ciclo de deseo perenne en el que se inscribe la infancia del

capitalismo de consumo», aunque el seguimiento del camino recomendado para

alcanzar tal fin suele presentarse, según Daniel Thomas Cook, como un acto

profundamente moral y facultativo de refundamentación del carácter sagrado del niño

no sobre la noción (romántica) de inocencia, sino sobre «otro principio sacrosanto»: el

de «la persona que sabe y elige». Así y todo, como el propio Cook admite, «ese mundo

en el que los niños están sometidos a la evaluación de sus iguales basada tanto en una

serie de artículos de consumo y de personajes mediáticos como en su conocimiento de

determinados productos […] se está convirtiendo cada vez más en la norma a la que

niños y padres deben conformarse si quieren gozar de una vida social “sana”» [94] . Ahí

terminan el «saber» y el «elegir» de la persona y el efecto facultativo del marketing

orientado al público infantil.

Lo que deja poco lugar a dudas, sin embargo, es el hecho de que —según sugiere

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