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dictaran en su momento los estudiantes rebelados en 1968, aseguran que Adorno se
instaló bastante cómodamente en la nueva situación, más preocupado por la dominación
y por los instrumentos administrativos de esta que por la recuperación y la preservación
de la pureza de ideas. Se ha sugerido que tanto él como Horkheimer se fundieron más o
menos fácilmente y con escasos (o nulos) reparos o dudas con el establishment (sea lo
que sea que se pretenda designar con ese mal y en exceso utilizado término), lo que
confirmaría, aunque involuntariamente en su caso, las reiteradas advertencias del
propio Adorno sobre la potencia absorbente de la administración, capaz de remodelar a
su propia imagen hasta a la más acérrima oposición. Sin embargo, más recientemente,
ha surgido y ha ido adquiriendo bastante influencia entre los estudiosos de Adorno una
versión totalmente distinta del papel de Adorno/Horkheimer en la Alemania de
posguerra y que habla de una historia de «larga marcha» de estos teóricos críticos «a
través de las instituciones», de su esfuerzo resuelto, metódico y sistemático para
desplegar sus (por entonces) recién adquiridos prestigio y autoridad en la tarea de
sacar a las instituciones académicas y el ambiente intelectual en general de su
aletargamiento conservador y de hacerlos receptivos al pensamiento crítico y a las
empresas a largo plazo que la teoría crítica implicaba.
En esta disputa (sin duda, un tema que corresponde a los historiadores abordar y
resolver), yo carezco lamentablemente de los conocimientos necesarios para tomar
partido por uno u otro bando. Sobre lo que sí reflexionaré a continuación, no obstante,
es sobre el contenido del «mensaje en la botella»: del consejo que los intelectuales de
nuestra generación (que, permítanme recordar, es una generación limítrofe con la era
descrita en la segunda de nuestras dos historias) pueden reivindicar de la obra de
Adorno a título postumo, y de la relevancia de dicho consejo ante los retos y las tareas
a las que esta generación (y, por tanto, también sus intelectuales) se enfrenta.
Permítanme señalar antes de nada que ninguna de las dos acusaciones gemelas
lanzadas por Karl Marx contra el capital casi dos siglos atrás (su carácter derrochador
y su iniquidad moral) ha perdido un ápice de su relevancia. Lo único que ha cambiado
ha sido el alcance de ese derroche y de esa injusticia: ambos han adquirido ahora
dimensiones planetarias. Lo mismo ha ocurrido con la labor de emancipación cuya
urgencia motivó la fundación del Instituto de Francfort hace más de medio siglo y
continuó guiando sus trabajos.
En su recientemente publicado estudio histórico del «giro cultural» en las
inquietudes y los temas de interés de los intelectuales estadounidenses y británicos,
Michael Denning cita unas palabras de Terry Eagleton en las que explica que «si la
izquierda [es decir, los intelectuales de izquierda] de los años treinta había
infravalorado la cultura, la izquierda posmoderna la sobrevaloró», aunque el propio