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se ve por televisión se parece a uno en el que los «ciudadanos/ovejas» son protegidos
de los «delincuentes/lobos» por «policías/perros pastores» [52] .
Todo ello no puede menos que afectar a (e, incluso, revolucionar) las condiciones
de la vida urbana, nuestra percepción de la vida en la ciudad y las esperanzas y
aprensiones que tendemos a asociar al entorno urbano. Y cuando hablamos de las
condiciones de la vida urbana, hablamos, en realidad, de las condiciones de la
humanidad. Según las proyecciones actuales, en el plazo aproximado de dos décadas,
dos de cada tres seres humanos vivirán en ciudades y nombres tan poco oídos como los
de Chongqing, Shenyang, Puna, Ahmedabad, Surat o Rangún, designarán conurbaciones
en las que se hacinarán más de cinco millones de personas (y lo mismo sucederá con
otros nombres, como Kinshasa, Abiyán o Belo Horizonte, que hoy asociamos más bien
con lugares exóticos de vacaciones que con frentes de las batallas contemporáneas de
la modernización). Las recién llegadas a la primera división de las aglomeraciones
urbanas —casi todas ellas en bancarrota o cercanas a la quiebra total— se verán
obligadas a intentar, al menos, «hacer frente en cuestión de veinte años a problemas que
Londres o Nueva York sólo pudieron resolver (aunque no sin dificultades) en 150
años» [53] . Las preocupaciones y los temores que asolan las grandes ciudades más
antiguas y que tan bien conocemos pueden quedarse pequeños en comparación con las
adversidades que las nuevas gigantes tendrán que afrontar.
A nuestro planeta aún le queda mucho camino que recorrer hasta llegar a ser la
«aldea global» de Marshall McLuhan, pero las aldeas de todo el planeta se están
globalizando a marchas forzadas. Hace muchos años, tras estudiar lo que quedaba del
mundo rural premoderno, Robert Redfield llegó a la conclusión de que la «cultura
campesina» resultaba incompleta y no era autosuficiente, por lo que no podía ser
descrita (y aún menos comprendida) de forma adecuada si no era dentro del marco de
su entorno próximo, en el que se incluía el municipio o la localidad con la que los
vecinos de la zona mantienen una relación de servicio y dependencia mutuos de la que
no pueden escapar. Hoy, cien años después, podríamos decir que el único marco en el
que debe contemplarse todo lo rural para poder describirlo y explicarlo de forma
adecuada es el planetario. No basta con incluir en el cuadro una ciudad cercana, por
grande que esta sea. Tanto el pueblo como la ciudad son escenarios de operaciones de
fuerzas que están mucho más allá del alcance del uno y de la otra, y de los procesos que
esas fuerzas ponen en marcha y que nadie —ni los habitantes de las zonas rurales y
urbanas afectadas ni tampoco los propios iniciadores— puede comprender y aún menos
controlar. Convendría, pues, reformular el viejo refrán que dice que los hombres
disparan, pero Dios lleva las balas: puede que los habitantes de las zonas rurales y los
urbanitas estén lanzando los proyectiles, pero son los mercados globales los que