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aceleración no tendría ningún sentido a menos que el propósito de la misma fuese el de

acercarnos al momento apropiado para frenar y detenernos. Los protagonistas de la

segunda historia, por su parte, o bien se sienten molestos con la idea de parar y

quedarse indefinidamente en reposo, o bien no conciben línea de meta alguna y centran

toda su atención y todo su esfuerzo en el paso más inmediato, conscientes de que no

pueden saber ni, siquiera, adivinar por adelantado el paso que tendrán que dar (o que

querrán dar) después de este. Para ellos, estar en movimiento no es una circunstancia

temporal que acabará ayudándoles a realizar su meta y, con ello, anulará su propia

necesidad. El único propósito de estar en movimiento es permanecer en movimiento.

Si para los protagonistas de la primera historia el cambio era una operación única, un

medio para un fin, para los de la segunda el cambio es un fin en sí mismo que se espera

perseguir a perpetuidad.

Una tercera diferencia: los personajes principales de la primera historia estaban

dispuestos a animar, inducir o empujar a los seres humanos a cambiar. Horrorizados

por la indolencia y la escasez de imaginación comunes a la especie humana, creían o

sospechaban que haría falta empujar y arrastrar un poco a las personas para sacarlas de

su aletargamiento y moverlas a aceptar el cambio (es decir, para impulsarlos a unirse al

esfuerzo de cambiar el mundo). Para los protagonistas de la segunda historia, sin

embargo, estados como la apatía, la inercia y la inmovilidad no son posibilidades que

se tomen muy en serio. No hay que indicarles nada (ni aún menos forzarlos) para que

cambien. No sabrían cómo estar quietos sin hacer nada. Hasta el hecho mismo de

rechazar el cambio les obliga a actuar de algún modo. Están en movimiento porque

deben moverse. Y se mueven porque no pueden parar. Son como bicicletas: el único

modo de que no se caigan es seguir pedaleando. Es como si obedecieran el precepto de

Lewis Carroll: «lo que es aquí, como ves, hace falta correr todo cuanto una pueda para

permanecer en el mismo sitio».

Conviene añadir un último comentario en este sentido.

Los papeles protagonistas han ido a parar a personajes de un tipo diferente en cada

una de esas dos historias. Los protagonistas de la primera eran los guionistas, los

directores, los entrenadores, los directores de escena. («El nuevo estilo de pensamiento

estaba principalmente reservado a las personalidades de alta cuna, a los que se sabían

expresar bien y a los afortunados; las masas rurales y urbanas tenían una participación

muy pequeña en el nuevo régimen», explicaba Gay [117] . En la segunda historia (o en la

historia de trascendencia humana según esta se suele —¿y se debería?— explicar hoy

en día), los protagonistas son los propios actores: todos ellos (tanto los que están en el

candelero como los que permanecen en la sombra, tanto los figurantes mudos como

aquellos a quienes les ha tocado recitar un gran número de estrofas). En el paso de la

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