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ahora, el espíritu sólo puede adherirse a las realidades por su cuenta y riesgo, y, por lo

tanto, en última instancia, a riesgo de la propia realidad.

«Quizás sólo un pensamiento que carezca de santuario mental, de impresión alguna

de un espacio interior, y que haya admitido su falta de función y de poder, sea capaz de

alcanzar a entrever un orden de lo posible y de lo inexistente, donde los seres humanos

y las cosas se hallarían en el lugar que les corresponde» [128] . «El pensamiento

filosófico empieza en el momento mismo en que deja de contentarse con cogniciones

previsibles y de las que nada nuevo surge que no haya sido colocado allí de

antemano» [129] . «El pensamiento no es la reproducción intelectual de lo que, de todos

modos, ya existe. Mientras no se rompa, el pensamiento se aterra firmemente a la

posibilidad. Su aspecto insaciable, su aversión a ser rápida y fácilmente satisfecho,

rechaza la sensatez estúpida de la renuncia. El momento utópico del pensamiento es

más fuerte cuanto menos […] se objetiva en una utopía saboteando de ese modo su

realización. El pensamiento abierto apunta más allá de sí mismo» [130] . La filosofía,

insiste Adorno, significa la «determinación de preservar a toda costa la libertad

intelectual y real», y sólo cumpliendo esa condición puede —y debe— mantenerse

«inmune a la sugestión del statu quo» [131] .

Ignoro si Adorno leyó a Franz Rosenzweig, pero quien lea a ambos se sorprenderá

seguramente de comprobar la familiaridad electiva (y sólo electiva) entre las

conclusiones de ambos autores, que, al mismo tiempo, deja traslucir con claridad las

otras muchas diferencias que los separan (diferencias de vocabulario, de fuentes de

inspiración, de distribución de puntos de énfasis y de «relevancias temáticas»). Para

Rosenzweig, como, en gran medida, también para Adorno, «ser mal comprendido por el

sentido común es el privilegio o, más aún, el deber de la filosofía» [132] . La única

alternativa posible a esto es la «apoplexia philosophica aguda» que aqueja a los

despachos académicos y reina en ellos sin rival, aun cuando (o, precisamente, porque)

la vocación última de la filosofía es elevar el Lebenswelt humano a un nivel en el que

ya no esté condenada a esa incomprensión [133] .

«La teoría», insiste Adorno, «habla por todo aquello que no es de mentalidad

cerrada o intolerante» [134] y no hay duda de que, para él, el sentido común sí es cerrado

e intolerante por todos los motivos ya enumerados y por muchos otros mencionados a lo

largo y ancho de la prolífica obra del autor. La práctica (y la utilidad, en particular)

suele constituir una forma de excusa o de autoengaño típica de «bribones» como aquel

«estúpido parlamentario de la caricatura de Doré», orgulloso de no ver más allá de sus

tareas inmediatas. Adorno niega a la práctica la estima de la que tiende a ser

profusamente objeto por parte de los portavoces de la ciencia «positiva» y de muchos

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