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una a ellos en ese sentimiento. Para la mayor parte de sus estudiantes, la educación es,

antes que nada, una puerta de entrada a un puesto de trabajo y cuanto más amplia sea y

más llamativos resulten los premios que se vislumbran al final de tan largo esfuerzo,

mejor. Como Karl Marx probablemente habría opinado (y aquí adaptamos su

observación de mucho tiempo atrás a la actual era de «política de la vida»), ellos hacen

su vida (como nosotros la nuestra) y, con ello, su (y nuestra) historia compartida, pero

no bajo un complejo de circunstancias elegidas por ellos (ni tampoco por nosotros). Y

en lo tocante a los usos de la educación, son esas circunstancias las que tienen la última

palabra.

El sentido de la educación no es el único caso en el que las impresiones de las

«clases que enseñan» (o, en general, «cultas») y las «clases enseñadas» (llamadas de

modo intermitente «el pueblo» o «las masas») divergen. Y tampoco es de extrañar, a

juzgar por la diferencia entre los marcos en los que discurren sus vidas respectivas, así

como entre las respectivas experiencias vitales sobre las que reflexionan (cuando lo

hacen). Marx, un hombre de teoría, tendría hoy múltiples ocasiones en las que quejarse

de la inhabilitadora fisura existente entre teoría y práctica, mientras que Lenin, su

autoproclamado discípulo y hombre de práctica, dispondría de numerosas

oportunidades en las que censurar a la intelligentsia por su embrutecedor y vergonzoso

desapego respecto a «las masas». El discurso de la identidad y la realidad de las

guerras de reconocimiento identitario proporcionaría sin duda una ocasión manifiesta

para tales quejas.

Las clases cultas —que, en la actualidad, constituyen además el núcleo elocuente y

autorreflexivo de la élite extraterritorial emergente— tienden a hablar extasiadas de la

identidad. Sus miembros dedican el tiempo a componer, descomponer y recomponer sus

identidades y no pueden menos que sentirse gratamente impresionados por la facilidad

y el relativo bajo coste con el que realizan esa tarea a diario. Quienes escriben sobre

cultura suelen hablar de «hibridación» para referirse a tal actividad y de «híbridos

culturales» para describir a quienes la practican.

Liberadas de sus ataduras locales, las clases cultas viajan hoy con gran facilidad a

través de las redes de las ciberconexiones y se preguntan por qué los demás no siguen

su ejemplo, hasta el punto de que se indignan cuando parecen reacios a hacerlo. Pero,

pese a toda esa perplejidad e indignación, quizás sea la circunstancia misma de que

«los demás» ni sigan ni puedan seguir su ejemplo un atractivo añadido de la «hibridez»

que se suma a la satisfacción y la autoestima de quienes sí pueden adoptarla y la

adoptan.

La hibridación consiste, en su forma más ostensible, en una mezcla, pero la función

latente (y, quizás, crucial) que desempeña y que hace de ella un modo tan admirado y

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