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procesos sociales vitales —como si no tuvieran otra razón de existir que la de

satisfacer alguna necesidad— sin importar si las necesidades en cuestión son

elevadas o innobles [38] .

La cultura, por así decirlo, apunta «más alto» que cualquier cosa que en ese mismo

momento pase por ser «la realidad». No le concierne lo que se haya incluido en el

orden del día ni lo que se haya definido como imperativo del momento; aspira, cuando

menos, a trascender el impacto limitador de la «actualidad» así definida y pugna por

liberarse de sus exigencias.

Ser usados/consumidos en el momento y disolverse en el proceso mismo de ese

consumo instantáneo no constituyen ni el destino de los productos culturales ni el

criterio de su valor. Arendt diría que la cultura persigue la belleza y yo sugiero que ella

optó por esa palabra para nombrar los intereses de la cultura porque la idea de

«belleza» es el epítome mismo de objetivo esquivo que desafía toda explicación

racional/causal, que carece de finalidad o uso visible, que no sirve para nada y que no

puede legitimarse con relación a ninguna necesidad que haya sido previamente

percibida o definida, o a la que se haya decidido dar satisfacción. Un objeto es cultural

si sobrevive a cualquier uso que haya intervenido en su creación.

Esa imagen de la cultura difiere radicalmente de la opinión común (y que, hasta

hace poco, también predominaba en la literatura académica) que clasifica la cultura

entre los mecanismos homeostáticos que preservan la reproducción monótona de la

realidad social —su mêmeté—. mecanismos destinados a la protección y la

continuación de su uniformidad a lo largo del tiempo. La noción de cultura habitual en

las obras clasificadas bajo el epígrafe de ciencia social ha sido la de mecanismo

estabilizador que genera rutina y repetición: un instrumento de inercia (y, en ningún

caso, un fermento que impida que la realidad social se inmovilice y que la obligue a

una autotrascendencia perpetua, como Adorno y Arendt insistirían que tiene que ser).

En las descripciones antropológicas ortodoxas (una sociedad = una cultura), la

«cultura» figura «al servicio» de la «estructura social» en forma de eficiente

herramienta de «gestión de la tensión» y «mantenimiento de pautas». Preserva intacta la

distribución dada de probabilidades de conducta necesaria para mantener inalterada la

forma «del sistema» y castiga (por ocasional que esta sea) cualquier vulneración de la

norma, cualquier trastorno y cualquier desviación que amenace con sacar al «sistema»

de su «equilibrio». Ese «eterno retorno» a la uniformidad era el horizonte utópico de un

todo social apropiadamente gestionado (o, recordando la —en tiempos— omnipresente

expresión de Talcott Parsons, «principalmente coordinado») y existía la muy extendida

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