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proveerse de todos los ingredientes actualmente recomendados —entiéndase «de

moda»— para prepararlos) se sienten cómodos en la sociedad de consumidores.

Después de todo, son consumidores como ellos los que hacen que esta sociedad sea lo

que es: una sociedad de consumidores pensada y construida para su consumo. No

ocurre lo mismo, sin embargo, con los demás componentes de «nosotros, el pueblo», y

que son esa parte restante que la nueva y reestructurada «empresa» (llamada ahora

«nosotros, los consumidores» y liderada por una nueva dirección) ha apartado a un lado

por superflua y a la que se ha negado a dar cabida. Privado del acceso a los exquisitos,

raros y costosos extras necesarios para preparar los sabrosos cócteles actualmente de

moda, ese resto (muy voluminoso, por cierto) no tiene prácticamente más remedio que

beberse los brebajes identitarios tal y como le llegan: crudos, poco refinados e

insípidos. Sería inútil y cruel reprochar a «ese resto» que ingiera bebidas que puedan

resultar inferiores, ordinarias e indignas a ojos de los buenos conocedores y gourmets

avezados en materia de cócteles. Nadie les ha pedido que eligieran ni se les ofrecieron

más opciones entre las que elegir. Si, pese a ello, intentaran declarar sus preferencias y

obrar conforme a ellas, serían inmediatamente detenidos, concentrados y devueltos «al

lugar de donde vinieron»: es decir, a la identidad fija que otros les impondrán a la

fuerza si ellos mismos no la aceptan mansa y plácidamente como su innegociable

destino.

En resumidas cuentas, en el actual discurso de la identidad converge la búsqueda de

dos valores distintos, la libertad y la seguridad, sumamente codiciados por resultar

indispensables para una vida digna y feliz. Esas dos líneas de búsqueda son muy poco

proclives a coordinarse entre sí y cada una de ellas tiende a llevarnos a un punto en el

que la otra corre el riesgo de verse lentificada, detenida o, incluso, revertida. Aunque

no hay vida humana gratificante y digna concebible sin el concurso tanto de la libertad

como de la seguridad, rara vez se logra un equilibrio satisfactorio entre ambos valores:

a juzgar por los innumerables e invariablemente fallidos intentos del pasado, es muy

posible que tal equilibrio sea inalcanzable. Cualquier déficit de seguridad hace que el

«exceso de libertad» (rayano en el «todo vale») alimente inevitablemente una

incertidumbre y una agorafobia angustiosas. Cuando la que es deficitaria es la libertad,

la seguridad se vive como una experiencia que incapacita a quienes la sufren (que se

refieren a ella por el nombre en clave de «dependencia»).

El problema, sin embargo, es que cuando falta la seguridad, los agentes libres se

ven privados de confianza, sin la que difícilmente puede ejercerse la libertad. Sin una

segunda línea de trincheras, pocas personas que no sean aventureras temerarias podrán

reunir el coraje suficiente para afrontar los riesgos de un futuro desconocido y no

asegurado, y sin una red de seguridad, la mayoría de personas se negarán a danzar por

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