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(después de todo, los perdedores no están en situación de exigir nada), pero para los
espíritus aventureros, la visión (tras tanto tiempo) de una frontera les ofrece, por fin,
algo que transgredir. Los ejercicios de delineación que realiza la autoridad sirven en
igual medida, pues, a los buscadores de seguridad y a los adictos a la aventura. No es
de extrañar que unan sus fuerzas para fortificar la frontera: esa es una labor en la que
pueden ponerse de acuerdo y para cuya realización están dispuestos a cooperar, a pesar
de sus múltiples antagonismos. Y, de todos modos, ¿quién habría reparado en la frontera
(y, aún menos, se habría rendido a su serena y rotunda firmeza) si no hubiese sido por
los esfuerzos de unos y otros, tan mutuamente contradictorios como indispensables y
complementarios?
Décadas después de que Adorno enviara sus Minima moralia a sus editores,
Czeslaw Milosz, el gran poeta polaco, sugirió que los intelectuales y los artistas que
optan (o son obligados a optar) por el exilio —ese viaje a lo desconocido, más allá de
la frontera— pueden hacerse una idea de las dificultades experimentadas por las
mujeres y los hombres contemporáneos que a duras penas se habrían podido hacer si
hubieran permanecido dentro, por mucho que hubiesen compartido la misma suerte de
aquellos y aquellas cuyas vidas se esforzaban por comprender [125] . ¿Habría escrito
Joyce el Ulises si se hubiera quedado en Dublín toda su vida? ¿Habría podido evocar
Isaac Bashevis Singer el mundo del shtetl [126] si este no hubiese quedado ya más allá de
toda posible esperanza de retorno? Son preguntas retóricas sin duda: la respuesta es
«no». Se tarda un tiempo en entender que «exiliarse no significa únicamente cruzar
fronteras, sino que es algo que crece y madura en el fuero interno de los exiliados, que
los transforma y que acaba convirtiéndose en su destino». Hay algo positivo (o, al
menos, la oportunidad de que así sea) entre toda esa apariencia oscura y desmoralizante
de soledad, abandono y alienación. La pérdida misma de esa posibilidad de inclusión
confortable, armoniosa y sin problemas en el espacio circundante, y la imposibilidad de
sentirse en casa dentro de ese espacio tan próximo y, a la vez, tan distante, tan distinto
de la topografía memorizada de los territorios dejados atrás, pérdida e imposibilidad
ambas que tanto atormentan a los exiliados o a los refugiados, les permiten, al mismo
tiempo, penetrar más hondamente en la lógica universal y en el significado de la vida en
un mundo (nuestro mundo moderno líquido, diríamos nosotros) en el que todos
compartimos (aunque casi siempre sin saberlo) la condición de exiliados: «lo sucedido
en la vida de todos se somete a una transformación continua en la memoria y, con
frecuencia, adquiere los rasgos de un paraíso perdido, cada vez más extraño y más
ajeno». Casi todo lo que se puede decir con respecto a las circunstancias amorfas y
vagamente amenazadoras del exiliado es también aplicable a las de todos los demás
hombres y mujeres expuestos al nuevo paisaje urbano moderno líquido.