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intereses ya no coinciden con los de la ciudad en los que casualmente han plantado sus

tiendas de campaña de forma temporal; el único servicio que exigen a los responsables

municipales es que se les deje en paz. Siendo poco lo que piden, no se sienten

obligados a dar gran cosa a cambio.

Richard Rogers, uno de los arquitectos británicos más meritorios y aclamados,

advertía a los participantes de un simposio sobre urbanismo celebrado en 1990:

Si sugerimos un proyecto a un inversor, este inmediatamente pregunta:

«¿para qué necesitamos árboles y galerías?». Lo único que interesa a los

promotores es el espacio de oficinas. Si no puedes garantizar que la edificación

se amortizará en diez años a lo sumo, no vale la pena ni que te dirijas a ellos [60] .

Rogers describe Londres —el lugar donde él aprendió esa amarga lección— como

una «ciudad políticamente paralizada que parece hallarse totalmente en manos de los

promotores inmobiliarios». A la hora de llevar a cabo renovaciones fundamentales del

espacio urbano —como la de los Dockyards londinenses, el mayor proyecto de ese tipo

de toda Europa—, los planes se aprueban sin que se sometan a exámenes tan

minuciosos como los que se podrían aplicar hoy en día a «una solicitud municipal de

instalación de un letrero luminoso en un puesto de fish and chips en la East India Dock

Road». El espacio público fue la primera víctima colateral de la ardua batalla perdida

de una ciudad contra el avance implacable del coloso global. De ahí que la conclusión

de Rogers sea que «lo que se necesita fundamentalmente es una institución que proteja

el espacio público».

Bien, pero eso es fácil de decir y mucho más difícil de hacer… ¿Dónde debemos

buscar una institución de ese tipo? Y, suponiendo que la encontremos, ¿cómo podemos

hacerla capaz de estar a la altura de tal tarea?

El historial del urbanismo hasta el momento —tanto del actual como del pasado— no

es precisamente alentador en su conjunto. De la suerte corrida por el urbanismo en

Londres, por ejemplo, su más incisivo narrador, John Reader, decía lo siguiente:

El orden social y la distribución de la población de Londres estaba

cambiando, pero lo hacía de un modo que no tenía nada que ver con lo que los

urbanistas habrían previsto o considerado como ideal. Se trataba de un ejemplo

clásico de cómo el flujo de la economía, la sociedad y la cultura puede

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