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contradecir —e incluso, invalidar— las ideas y las teorías defendidas por los

planificadores [61] .

Durante las tres primeras décadas de la posguerra. Estocolmo —una ciudad que

aceptó y adoptó de un modo entusiasta la fe que tenían los grandes visionarios

modernos (y de mentalidad modernista) en que cambiando la forma del espacio que

ocupaban las personas podía mejorar la forma y la naturaleza de su sociedad— se

aproximó seguramente más que ninguna otra gran ciudad a la implantación de una

«utopía socialdemócrata». Las autoridades municipales de Estocolmo proporcionaron a

todos y cada uno de sus habitantes no sólo un domicilio adecuado, sino también todo un

inventario de servicios para mejorar su calidad de vida, así como una existencia

plenamente protegida. Pero en el plazo de apenas tres décadas y de manera totalmente

inesperada para los planificadores, empezó a cambiar el ánimo de la población.

Irónicamente, fueron las personas (jóvenes) nacidas en ese espacio reformado con la

intención original de hacer más feliz la vida de sus habitantes las que pusieron en duda

las ventajas del orden planificado. Los ciudadanos (y, en especial, la población más

joven de Estocolmo) abandonaron los alojamientos comunitarios en los que todo estaba

previsto, en los que todo había sido tenido en cuenta y en los que todos los suministros

estaban asegurados, y se lanzaron de cabeza a las aguas turbulentas del mercado de la

vivienda privada. El resultado de su masiva huida, según Peter Hall, fue, en general,

poco atractivo: «casas apretadas unas contra otras en hileras uniformes y escasamente

imaginativas, con reminiscencias de las peores zonas residenciales suburbanas

estadounidenses», pero «tenían una enorme demanda y se vendieron con facilidad» [62] .

La inseguridad genera temor, por lo que no es de extrañar que la guerra contra la

inseguridad figure en un lugar preponderante en la lista de prioridades del urbanista

(cuando menos, los planificadores urbanos piensan —y, si se les pregunta, insisten—

que como tal debe figurar). El problema, no obstante, es que cuando desaparece la

inseguridad, también están condenadas a desaparecer de las calles de la ciudad la

espontaneidad, la flexibilidad, la capacidad para sorprender y la promesa de aventuras,

que son los principales atractivos de la vida urbana. La alternativa a la inseguridad no

es el paraíso de la tranquilidad, sino el infierno del aburrimiento. ¿Es posible vencer al

miedo y, al mismo tiempo, escapar al tedio? Es de suponer que este enigma constituye

el principal dilema al que se enfrentan los urbanistas y los arquitectos, y al cual todavía

no se ha hallado una solución convincente, satisfactoria e indiscutible. Quizás se trate

de una pregunta a la que no se pueda responder de un modo plenamente satisfactorio,

pero (quizás por ese motivo) continuará sirviendo de estímulo para la experimentación

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