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es decir, si la individualidad (en su expresión actual) no puede ser más que un

privilegio.

Podría esperarse, entonces, que para los muchos cuyas oportunidades de subirse al

vagón de cola de la individualización son, a lo sumo, lejanas (y, las más de las veces,

inexistentes) la oposición con uñas y dientes frente a esa «individualidad» y frente a

todo lo que representa resulte no sólo una opción más razonable, sino incluso una

consecuencia «natural» de su difícil situación. El «fundamentalismo» —optar por

aferrarse a la identidad heredada y/o adscrita— es un vástago natural y legítimo de una

individualización que se impone a escala planetaria. En palabras de William

T. Cavanaugh, «las creencias de los Jim Jones [18] y los Osama Bin Laden de todo el

mundo constituyen una parte significativa del problema de la violencia en el siglo xxi.

Igualmente significativo, al menos, es el celo evangélico con el que se ofrecen (o se

imponen) el “libre comercio”, la democracia liberal y la hegemonía estadounidense a

un mundo hambriento» [19] .

La identidad por la mera identidad es un tanto arriesgada… Al menos, eso es lo que

probablemente diría Charles Clarke si en la próxima remodelación del gabinete dejase

el Ministerio de Educación para pasar a ocupar un Ministerio de Identidad. Eso fue lo

que declaró con respecto a la educación, queriendo decir con ello (como mordazmente

apreció Richard Ingram) que «el propósito esencial de las escuelas y las universidades

es el de hacer aumentar el crecimiento económico y ayudarnos a competir con nuestros

socios europeos», y, por consiguiente (deberíamos añadir), ayudar al gobierno a ganar

las elecciones siguientes. La historia antigua, la música, la filosofía y otras cosas por el

estilo que se reclaman contribuidoras a la mejora del desarrollo personal más que de la

ventaja comercial y política, difícilmente pueden sumar nada a las cifras de crecimiento

y a los índices de competitividad. En un mundo de corte empresarial y práctico como

este —un mundo en el que se busca el beneficio inmediato, la gestión controlada de las

crisis y la limitación de daños—, todo aquello que no pueda demostrar su valía

instrumental es «un tanto arriesgado».

El profesorado (académico o no) secundaría probablemente la mofa y el desdén con

el que Richard Ingram comentaba la postura prosaica y mezquina de Clarke. Muchos

profesores, quizás la mayoría, insistirían en que precisamente cuando se hace «porque

sí, sin más», es cuando mejor es la educación y que cualquier propuesta para que se

haga por algún otro motivo no haría más que degradarla. Pero a pesar de la elevada

probabilidad de que los maestros compartan el desprecio de Ingram hacia la educación

concebida como herramienta, es harto improbable que una mayoría de su alumnado se

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