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suposición de que en toda iniciativa encaminada hacia ese horizonte era condición

necesaria la estabilidad de la distribución de probabilidades (férreamente controlada

por un conjunto de artilugios homeostáticos entre los que la «cultura» tenía reservado

un puesto de honor). Un sistema social «apropiadamente gestionado» era, según esa

opinión, aquel todo dentro del que cualquier conducta desviada de sus unidades

humanas es detectada de inmediato, aislada antes de que cause un daño irreparable y

rápidamente desactivada o eliminada. Dentro de esa visión que concibe la sociedad

como un sistema autoequilibrante (es decir, que continúa siendo obstinadamente igual

pese a las presiones contrarias), la «cultura» representa el sueño de los gestores

hecho realidad: la resistencia eficaz al cambio. Y esa era la percepción más habitual

del papel de la cultura hace apenas dos o tres décadas. Mucho ha cambiado, sin

embargo, desde entonces.

Para empezar, se produjo la «revolución gerencial, segunda parte», llevada a cabo de

manera subrepticia bajo la bandera del «neoliberalismo»: los gestores cambiaron de la

«regulación normativa» a la «seducción», de la vigilancia policial diaria a las

relaciones públicas, y del imperturbable, excesivamente regulado y rutinario modelo

panóptico del poder a la dominación por medio de la incertidumbre difusa y

desenfocada, la precariedad y la caprichosa alteración de las rutinas. Y luego vino el

desmantelamiento gradual del marco de servicios estatales en el que se solían

desenvolver los aspectos primordiales de la política de la vida, así como el

desplazamiento/deriva de dicha política de la vida hacia un terreno presidido por un

mercado de consumo a cuya prosperidad contribuyen de manera muy especial la

incurable precariedad de las rutinas y la veloz sustitución sucesiva de las mismas:

suficientemente rápida como para impedir la más mínima consolidación en forma de

hábitos o normas. En este nuevo contexto, a casi nadie le interesa ya refrenar,

desactivar o domeñar ni las perniciosas ansias de transgresión ni esa otra

experimentación compulsiva llamada «cultura» con vistas a reducirlas a vehículos de

autoequilibrio y de continuidad. O, cuando menos, los portaestandartes ortodoxos de

esa demanda —los antiguos gestores de los Estados embarcados en procesos de

construcción nacional— han perdido su interés por dominarlas, y lo que menos desean

los nuevos guionistas y directores del drama cultural es que la conducta de los seres

humanos sea domesticada, regular, rutinaria, monótona e inflexible, precisamente ahora

que esos humanos han sido reciclados, por encima de todo, en forma de consumidores.

Ahora que los protagonistas del drama de la «modernidad sólida» abandonan el

escenario en manada o ven su papel reducido al de figurantes prácticamente mudos, y

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