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Estado tampoco puede prometer a sus súbditos la protección para toda la vida que no

hace tanto se esforzaba por proporcionar. No obstante, a menos promesas, menor es

también la necesidad de dedicación patriótica y de movilización espiritual de sus

súbditos, El patriotismo heroico tiene pocas probabilidades de crecer en un terreno de

expectativas recortadas para las que ya no existe el fertilizante de las promesas y las

esperanzas; da la casualidad, sin embargo, de que en esta época de ejércitos

profesionales reducidos, el Estado ya no necesita héroes. A los consumidores

satisfechos, ocupados en solucionar sus propios asuntos, ya les va de maravilla,

gracias…

En tiempos de ejércitos profesionales pequeños, los primeros ministros no

necesitan ciudadanos dispuestos a morir por ellos, pero ahora, a diferencia de los

primeros ministros de la era del servicio militar universal y de los ejércitos de reclutas,

pueden declarar guerras sin pedir el consentimiento de los ciudadanos o, incluso, contra

la oposición frontal de estos (siempre, eso sí, que los consumidores que hay en esos

ciudadanos se mantengan contentos). Los instintos y los impulsos patrióticos para los

que los gobiernos de nuestro tiempo encuentran una utilidad cada vez menor pueden

ahora correr la misma suerte que el resto de propiedades gubernamentales del pasado y

ser vendidos al mejor postor privado (y no necesariamente local): dueños de cadenas

de restaurantes, organizadores de acontecimientos deportivos, gerentes de agencias

turísticas y, por supuesto, ejecutivos de compañías de marketing que venderían

gustosos sus servicios tanto a todos ellos como a quienquiera que esté dispuesto a

comprarlos.

En la sociedad moderna líquida de consumo que se ha instalado en la parte opulenta

del globo no tienen cabida los mártires ni los héroes, puesto que es una sociedad que

mina, menoscaba y ataca los dos valores que despertaron la oferta y la demanda de

unos y otros. En primer lugar, esa sociedad se muestra militantemente contraria a que se

sacrifiquen satisfacciones presentes para lograr objetivos lejanos y, por consiguiente,

también se opone a que se acepte un sufrimiento prolongado a cambio de salvación en

la otra vida (algo cuya versión laica sería algo así como retrasar la gratificación en el

momento presente a fin de obtener mayores beneficios en el futuro). En segundo lugar,

cuestiona el valor de sacrificar satisfacciones individuales en aras del bienestar de un

colectivo o de una «causa» (de hecho, niega la existencia de grupos «mayores que la

suma de sus partes» y de causas más importantes que la propia satisfacción individual).

En resumidas cuentas, la sociedad de consumo moderna líquida degrada los ideales del

«largo plazo» y de la «totalidad». En un escenario moderno líquido que favorece (y se

sostiene sobre) los intereses del consumidor, ninguno de esos ideales conserva su

atractivo pasado, ni se ve reforzado por la experiencia diaria, ni sintoniza con las

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