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tendían a concretarse en realidades sólidas y, por ese motivo, necesitaban del recuerdo
eterno de sus mártires y héroes para cimentarlas), las comunidades imaginarias
arrebujadas en torno a estas celebridades en extremo mudables (hasta el punto de que
casi nunca aguantan en el candelero más allá de su momentánea acogida pública inicial)
no exigen compromiso alguno, para cuánto más uno de carácter «permanente» o,
siquiera, duradero. Por masivo que sea el culto, por estridente que resulte el entusiasmo
y por sincera que pueda ser la adoración que los fans sienten por una celebridad, el
futuro de los adoradores no está en absoluto hipotecado por ello: todo el mundo
mantiene sus opciones abiertas y la congregación de fieles puede disolverse y
dispersarse en cualquier momento, permitiendo así a cada celebrante sumarse al culto
de otra celebridad de su elección.
Además, el culto que rodea a una celebridad (a diferencia de la adoración de los
mártires o de los héroes, que limita la libre elección de los adoradores) no tiene
aspiraciones monopolistas. Por competitivas que sean, las celebridades no compiten
realmente entre sí. La pertenencia al culto a una celebridad no excluye (y, ni mucho
menos, impide) unirse a la comitiva de otra. Todas las combinaciones están permitidas
y son, en realidad, bien recibidas, porque cada una de ellas (y, especialmente, la
profusión de las mismas) multiplica el encanto del culto a las celebridades en general.
La oferta de famosos y famosas es prácticamente infinita, como también lo es el número
de combinaciones posibles entre ellos. Como consecuencia, por muy numerosa que
pueda resultar la partida de seguidores, cada uno de ellos puede retener una gratificante
sensación de individualidad (incluso de singularidad) asociada a su elección. También
ellos pueden correr con la liebre y cazar con los perros (o, como dice otro refrán
inglés, seguir teniendo el pastel después de habérselo comido): en el mismo lote que el
sentimiento tranquilizador que sólo puede ofrecer un culto de masas viene también la
satisfacción de estar a la altura de los estándares fijados por la sociedad de individuos
para sus miembros individuales.
Pues, bien, este es el punto en el que nos encontramos actualmente. ¿Hasta cuándo
permaneceremos en él?
Supongo que los ciudadanos del mundo que se arrodillaban ante los mártires y se
sentían sobrecogidos por su inmolación difícilmente podían imaginarse un mundo que
veneraría a los héroes de la nueva era moderna que les sucedería. Del mismo modo, ese
nuevo mundo inconcebible desde el anterior tampoco podía dejar presagiar fácilmente
la posterior era de víctimas y celebridades. La prudencia aconseja, pues, no caer en la
tentación de realizar extrapolaciones simplistas y de dar respuestas apresuradas a la
pregunta anterior. De lo que sí podemos estar seguros, en cualquier caso, es de que la
historia de la larga transición desde los mártires hasta las celebridades no debe ser