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medios y de los objetos de consumo y siguiendo las líneas implícitas en ese síndrome

consumista.

También ese síndrome implica más, mucho más, que una mera fascinación por los

placeres de ingerir y digerir, por las sensaciones placenteras sin más y por el

«divertirse» o el «pasarlo bien». Se trata de un auténtico síndrome: un cúmulo de

acritudes y estrategias, disposiciones cognitivas, juicios y prejuicios de valor,

supuestos explícitos y tácitos sobre el funcionamiento del mundo y sobre cómo

desenvolverse en él, imágenes de la felicidad y maneras de alcanzarla, preferencias de

valor y (evocando el término de Alfred Schütz) «relevancias temáticas», todas ellas

variopintas, pero estrechamente interrelacionadas.

El elemento fundamental que separa más drásticamente el síndrome consumista de

su predecesor productivista —el que reúne el conjunto de los múltiples impulsos,

intuiciones y proclividades diferentes que contiene, y eleva toda esa agregación a la

categoría de programa coherente de vida— parece radicar en la inversión de valores

asociados respectivamente a la duración y a la fugacidad. El síndrome consumista

consiste, por encima de todo, en una negación enfática tanto del carácter virtuoso de la

dilación como de la corrección y conveniencia del aplazamiento de la satisfacción, dos

pilares axiológicos de la sociedad de productores regida por el síndrome productivista.

En la jerarquía heredada de valores reconocidos, el «síndrome consumista» ha

degradado a la duración y ha ascendido a la fugacidad. Ha situado el valor de la

novedad por encima del de lo perdurable. Ha acortado considerablemente no sólo el

lapso temporal que separa el querer del obtener (como muchos observadores,

inspirados o llamados a engaño por las agencias de crédito, han sugerido), sino también

el que media entre el nacimiento de la necesidad y su desaparición. Del mismo modo,

ha estrechado el intervalo transcurrido entre el momento en que una posesión o

pertenencia resulta útil y deseable y aquel otro en el que se vuelve inútil y es motivo de

rechazo. Ha hecho que la apropiación, seguida de una rápida eliminación de los

residuos, ocupen el lugar de las pertenencias y el disfrute duraderos entre los objetos

del deseo humano.

El síndrome consumista hace también que las precauciones frente a la posibilidad

de que las cosas (animadas o inanimadas) duren más de lo debido ocupen el lugar que

los apegos y los compromisos a largo plazo (por no decir interminables) ocupaban

entre las inquietudes y las preocupaciones humanas. El «síndrome consumista» exalta

la rapidez, el exceso y el desperdicio.

Los consumidores hechos y derechos no tienen remilgos a la hora de tirar cosas a la

basura: ils (et elles, bien sûr) ne regrettent rien, sino que aceptan con ecuanimidad la

breve vida útil de las cosas y su predeterminada desaparición; a veces, incluso, con un

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