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La rendición reiterada y continuamente ensayada de la individualidad es, de hecho,

el acto (repetitivo) con el que se construyen (y se vuelven a reconstruir por completo)

los muros de los albergues públicos que ofrecen refugio (durante una o dos noches) a

los narcisismos individuales (auténticos vagabundos sin hogar). Lo único que hace que

las paredes del albergue parezcan ser de una solidez probada y suficientemente seguras

como para animarnos a registrarnos en él es el enorme volumen de individualidades

desechadas y vertidas a su puerta.

Los refugios son imaginados, pero ya se sabe que la imaginación es una facultad

inconstante y caprichosa, por lo que es improbable que ninguno de esos lugares de

cobijo siga siendo un domicilio popular y solicitado durante mucho tiempo. Los

refugios imaginados no tienen nada de «natural» o de «dado». Su vida es poco más que

una sucesión de momentos de renacimiento, un milagro de resurrecciones diarias del

que nunca existe la certeza de que continúe. Igual que quienes buscan seguridad en su

interior, los refugios viven de episodio en episodio. Lo único que oculta su precariedad

y, por tanto, su dudoso estatus como garantes de la seguridad (ya que lo que define

principalmente a esta es la duración y sólo puede existir a largo plazo) es la velocidad

y el criterio de comodidad o conveniencia con los que las multitudes de buscadores y

solicitantes de refugio corren de un lugar de cobijo al siguiente: de pertenecer al club

de las personas de pelo de color caramelo a convertirse apresuradamente en miembro

del de las de cabello de color caoba, o de una noche en vela haciendo guardia frente al

domicilio de un pedófilo que acaba de salir de la cárcel y anda ahora libre de vuelta

«en la comunidad» a una manifestación contra un campamento de solicitantes de asilo

instalado a una distancia incómodamente cercana a nuestra casa.

Los individuos que controlan y gestionan individualmente unos recursos que no

alcanzan por mucho a la cantidad requerida para separar la verdad de la «mera

opinión» con un mínimo nivel de confianza sienten la communis opinio como una

bendición. Esta les libera de decisiones que, de todos modos, se verían impotentes para

tomar, por lo que les elimina el hambre de las ganas de comer y les retira la sal de la

herida. «Sobre lo que es verdad y lo que es mera opinión», dice Adorno, decide «el

poder social que denuncia como mera arbitrariedad lo que no está de acuerdo con la

suya. La frontera entre la opinión sana y la infectada no la traza in praxi el

conocimiento objetivo, sino la autoridad vigente» [124] .

¡Al fin una frontera! En su presencia, toda duda temerosa sucumbe y puede ser

apartada a un lado: por fin es posible conocer cuál es el interior y cuál el exterior, y

cómo distinguirlos: uno puede ya tratar de quedarse dentro, a resguardo de la

inquisición de la guardia de fronteras. Quizás (sólo quizás) quedarse dentro sea

suficiente para proporcionar esa tan ansiada como enojosamente evasiva seguridad

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