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inevitables, manteniendo así el sistema a salvo de las críticas). Esa «naturalidad» hace

que también resulte tentador incluir cualquier malestar o cualquier ambición frustrada

en el conjunto de situaciones consideradas genéricamente como sufrimiento

(injustificado).

Localizar y señalar al presunto culpable del sufrimiento tiene también otra ventaja

adicional: puede acompañarse de una petición de compensación. Las demandadas

pueden ser tanto personas físicas como jurídicas y no escasean los expertos legales

ansiosos de aceptar el caso en representación del «sufridor». Aparte de los beneficios

materiales que los sufridores y sus abogados pueden obtener de una sentencia favorable

en los juzgados, la suposición de ser una víctima se ve entonces confirmada por la

autoridad, con lo que se refuerza el efecto terapéutico del proceso de «explicación del

dolor en clave de victimización», aun si las causas de ese dolor salen incólumes del

proceso.

Esa cultura de victimización y compensación evoca la antigua tradición de la

vendetta que la modernidad tanto se esforzó por ilegalizar y desterrar, pero que en

estos tiempos modernos líquidos parece estar resurgiendo reencarnada de su mal

sellada tumba.

Esa tradición fue ya constatada (y elevada a la categoría de materia de interés

público) en el inicio mismo de la larga, intrincada y turbulenta historia de Europa,

como quedó documentado en la trilogía dramática de la «Orestíada» de Esquilo. En una

de sus piezas, animada por el coro («el derramamiento de sangre por el derramamiento

de sangre […] el mal por el mal […] ¡no es ninguna impiedad!»). Electra, huérfana de

padre tras haber sido este asesinado por el amante de su madre, busca vengarse y llama

a su hermano. Orestes, para que dé muerte a los asesinos: «que los que mataron prueben

también la muerte por la muerte […] Que mi maldición se iguale a la suya, la

perversidad por la pura perversidad». El coro está encantado: «que el odio genere más

odio a su vez, que el golpe mortal se iguale al golpe que asesinó»; «los dioses

determinan que la sangre derramada por el asesinato clama por el derramamiento de

más sangre». Como era de esperar, todo ello desemboca en una masacre que cierra una

cuenta de agravios pendiente abriendo inmediatamente otra. Al final de la obra, el coro,

confuso y desconsolado, suplica a gritos: «¿Cuándo amainará la maldición ancestral y

desaparecerá para siempre, consumida su furia?». Pero ya no queda nadie para

contestar a esa pregunta… Sólo en la parte siguiente de la trilogía se nos ofrece una

respuesta, de boca de Atenea, diosa de la sabiduría: «Un juicio justo, una sentencia

justa, que acabe en una votación igualada que no te reporte deshonor ni derrota».

«Luego sofoca tu ira: no dejes que la indignación vierta su pestilencia sobre nuestro

suelo y corrompa toda la simiente hasta que el país entero sea un desierto estéril» [30] .

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