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visos de autenticidad y, de hecho, la decisión entre lo uno y lo otro resulta

especialmente dura y poco agradable. Para muchas mujeres, la perspectiva de tener que

elegir puede suponer un muy buen motivo para malhumorarse y quejarse. ¿Pero es esa

toda la verdad?

En un artículo que lleva el revelador título de «You thought children would make

you happy? Not really — just poorer» («¿Creías que los niños te harían feliz? Pues no,

sólo más pobre»), Amelia Hill, columnista del mismo diario que Ellen, cita las

siguientes palabras de Emma Flack, una ejecutiva de empresa de 31 años de edad que

trabaja en la City londinense: «Jamás imaginé que un niño pudiera ser una sangría

económica tan grande» [78] . Emma y su marido se enfrentan a una tarea imponente y

desconocida para ellos: la de «sostener ese nuevo estilo de vida en el que tenemos que

contar hasta el último penique». Esta repentina necesidad de apretarse el cinturón y de

pensárselo dos veces antes de consentirse un capricho era una experiencia con la que ni

Emma ni su compañero estaban en absoluto familiarizados. Reconocían sentir «envidia

y resentimiento por el estilo de vida y el bienestar económico de amigos suyos que, al

no tener hijos, disponen de tiempo y dinero para hacer vida social y viajar». Como

seres racionales y observadores agudos que son, esos amigos se toman ese

resentimiento como una señal de aviso: no es de extrañar que Caroline Harding, de 34

años y directora de una empresa de la City, declare tener «las ideas muy claras sobre lo

que quiero hacer antes de tener hijos, porque en cuanto los tienes, se acabó la vida

independiente». Tampoco sorprende que la última Encuesta Mundial de Valores

revelara que un número creciente de personas busquen realizarse sin necesidad de ser

padres o madres. En Gran Bretaña, en concreto, a la pregunta «¿Cree usted que una

mujer ha de tener hijos para realizarse como persona?», menos del 12% de las mujeres

y del 20% de los hombres respondieron «sí».

Tener hijos cuesta dinero… mucho dinero. Tener un niño o una niña augura (para la

madre, al menos) una pérdida considerable de ingresos y un abultado incremento

paralelo de gastos familiares (a diferencia de tiempos pasados, el niño o la niña es hoy

un consumidor puro y simple que no produce aportación alguna a los ingresos del

hogar). La organización benéfica Daycare Trust calcula que el precio medio de una

plaza de guardería para un niño de menos de dos años de edad alcanzaba, al acabar

2002, las 134 libras semanales, frente a una renta familiar semanal media de 562

libras [79] . Contratar una niñera de día repercutiría, si nos atenemos al promedio de

ingresos de estas profesionales, un coste de 18 546 libras en los presupuestos anuales

de las familias residentes en las zonas rurales inglesas y de hasta 27 320 para las

domiciliadas en Londres. Brendan Barber, secretario general del Trades Union

Congress (la principal confederación sindical británica), llegaba a la siguiente

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