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(léase: los de hace un momento) para dejar sitio para nuevas escapadas consumistas.

El horizonte ideal del marketing sería lograr que los deseos fueran irrelevantes con

respecto a la conducta de los clientes potenciales. A fin de cuentas, los deseos tienen

que ser cultivados (a menudo, a un alto coste) y cuando alcanzan su pleno desarrollo

pierden toda (o gran parte de) su flexibilidad inicial, con lo que sólo sirven para usos

específicos y (generalmente) demasiado limitados, inextensibles e intransferibles. Los

deseos y los caprichos momentáneos, por el contrario, no requieren de incubación ni de

preparación, por lo que pueden funcionar sin inversión alguna.

Los ciudadanos del mundo moderno líquido no precisan de mayores enseñanzas

para explorar obsesivamente los comercios con la esperanza de hallar chapas

identificativas ya preparadas, fáciles de consumir y públicamente legibles. Deambulan

por los laberínticos pasillos de los centros comerciales impulsados y guiados por la

esperanza semiconsciente de dar con la chapa o el símbolo identificativo preciso para

ponerse al día, y por la aprensión lacerante a no haberse dado cuenta de que la chapa

que hasta entonces habían llevado con orgullo ha podido pasar a convertirse en motivo

de vergüenza. Como les guía la motivación de no agotarse nunca, a los directivos de los

centros comerciales les basta con seguir el principio descubierto por Percival

Bartlebooth, uno de los protagonistas de la monumental novela de Georges Perec. La

vie mode d’emploi (La vida: instrucciones de uso), que es el de procurar que el último

pedazo a la venta no encaje con el resto del rompecabezas identitario, de manera que su

montaje tenga que volver a empezar una y otra vez desde el principio y cada nuevo

inicio no pueda tener final. La vida de Bartlebooth terminó inacabada como el propio

inquietante relato de Perec:

Sentado ante el puzzle. Bartlebooth acaba de morir. Sobre el mantel, en

algún lugar del cielo crepuscular de ese puzzle número cuatrocientos treinta y

nueve, el hueco negro de la única pieza aún por colocar tiene la forma de una X

casi perfecta. Pero lo irónico (aunque era ya de prever desde mucho antes) es

que la pieza que el muerto sostiene entre los dedos tiene forma de W. [23]

Mientras los rompecabezas identitarios nos lleguen exclusivamente en forma de

artículo de consumo y no puedan ser encontrados en ningún otro lugar que en los centros

comerciales, el futuro del mercado (que no los futuros comercializados en el mercado)

está asegurado…

Quienes, entre nosotros, han sido instruidos para saber mezclar cócteles identitarios

y han sido educados para deleitarse saboreándolos (y que, además, son capaces de

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