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racionalidad dibujado por los gestores. El complot de la gestión contra la libertad

endémica de la cultura es un casus belli perpetuo. Los creadores de cultura, por su

parte, necesitan de los gestores si desean que se les vea, se les oiga y se les escuche

(como muchos de ellos, empeñados en «mejorar el mundo», desean), y si quieren

disponer de alguna oportunidad de ver su tarea proyecto finalizado. De otro modo, se

arriesgan a caer en la marginación, la impotencia y el olvido.

Los creadores de cultura no tienen más remedio que convivir con esa paradoja. Por

muy alto que protesten contra las pretensiones y la interferencia de los gestores, tienen

que buscar un modus co-vivendi con la administración o hundirse en la irrelevancia.

Puede que tengan la opción de elegir entre gestiones que persigan objetivos distintos y

que recorten la libertad de creación cultural según unos planes diferentes, pero entre lo

que no pueden elegir es entre la aceptación y el rechazo de la administración en sí. No,

al menos, en un plano realista.

Esto es así porque la paradoja en cuestión procede del hecho de que, a pesar del

habitual intercambio de insultos, los creadores de cultura y los gestores están abocados

a compartir el mismo hogar y a ser partícipes del mismo empeño. La suya es una

rivalidad fratricida. Ambos persiguen y comparten el mismo objetivo: empujar a las

personas a que se comporten de manera distinta y, por tanto, hacer que el mundo sea

diferente de cómo es en ese momento y/o de cómo probablemente sería si se le dejara

evolucionar libremente. La razón de ser de unos y otros ha de hallarse en la crítica del

statu quo (aun si sus propósitos declarados son conservarlo o restablecer el statu quo

ante). Si discuten, no es a propósito de si el mundo debería ser objeto de una

intervención constante o bien algo que evolucionara libremente (según sus propias

tendencias internas), sino en torno a la dirección que tal intervención debería tomar. En

no pocas ocasiones, sus disputas giran exclusivamente en torno a quién ha de estar al

frente de tal labor: quién posee (o a quién debería otorgarse) el derecho a decidir sobre

esa dirección y a quién corresponde la prerrogativa de manejar las herramientas de

control de esa tarea, así como de seleccionar los indicadores que servirán para evaluar

sus progresos.

Hannah Arendt expuso a la perfección la esencia del conflicto:

Un objeto es cultural en función de la duración de su permanencia: su

carácter duradero se opone a su aspecto funcional —ese mismo aspecto que lo

haría desaparecer del mundo fenoménico a través de su uso y de su desgaste

[…].

La cultura se ve amenazada cuando todos los objetos del mundo producidos

actualmente o en el pasado son tratados exclusivamente como funciones de los

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