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anteriormente. ¿O acaso nos hallamos ante fragmentos arrancados de un lienzo que en
algún momento estuvo finalizado, perfecto, completo y sano? Los retazos están mal
encolados y sus puntas están sueltas, pero sigue sin estar claro si es porque alguien va a
pegarlas mejor a los recortes que tienen por debajo o van camino de despegarse del
todo y desprenderse. ¿Hemos captado estos collages en pleno proceso de creación o se
hallan, más bien, en un estado de avanzada descomposición? ¿Están estos fragmentos y
pedazos de arpillera todavía por pegar o ya despegados? ¿Son frescos e inmaduros o
usados y putrefactos? El mensaje es: no importa, pero tampoco lo sabríamos aunque
importase.
Braun-Vega, que ha expuesto en el quinto salón ferial Art París, en el interior del
Carrusel del Louvre, pinta lo que podríamos llamar encuentros imposibles: un desnudo
de Velázquez en compañía de las bañistas de Avignon de Picasso, observado por un
policía parisino ataviado con la indumentaria normal del siglo xxi; el papa Pío XI
leyendo una declaración reciente de Juan Pablo II en un periódico; los alegres
campesinos de Bruegel brincando en un vanguardista restaurante de nouvelle cuisine.
¿Encuentros imposibles? En un mundo de vida moribunda y muertos vivientes, lo
improbable se ha vuelto inevitable, lo extraordinario es ya rutina. Todo es posible
(ineludible, de hecho) toda vez que la vida y la muerte han perdido la distinción que las
dotaba de significado y han pasado a ser igualmente revocables y sujetas a un «hasta
nuevo aviso». A fin de cuentas, era esa distinción la que otorgaba al tiempo su
linealidad, la que separaba lo efímero de lo duradero y la que inyectaba sentido en los
conceptos de progreso, degeneración y punto sin retorno. Desaparecida tal distinción,
ninguna de esas contraposiciones constituyentes del orden moderno conserva sustancia
alguna.
Villeglé, Valdés y Braun-Vega son artistas representativos de la era moderna
líquida: de una era que ha perdido confianza en sí misma y, con ella, la valentía para
imaginar y esbozar (y, aún menos, para perseguir) modelos de perfección, entendiendo
por tal el estado en el que ninguna mejora adicional es ya necesaria ni posible y en el
que todo nuevo cambio sólo puede ser a peor. A diferencia de la era de la modernidad
«sólida» que la precedió, que vivía enfocada hacia la «eternidad» (una forma
abreviada de referirse a un estado de uniformidad perpetua, monótona e irrevocable), la
modernidad líquida no se fija ningún objetivo ni traza línea de meta alguna y sólo
asigna una cualidad permanente al estado de fugacidad. El tiempo fluye, ya no «sigue su
curso inexorable». Hay cambios, siempre los hay, siempre son nuevos, pero no hay
ningún destino ni punto final, ni tampoco expectativa alguna de cumplir una misión.
Cada momento vivido está preñado de un nuevo comienzo y de su final (antaño
enemigos jurados, hoy gemelos siameses).