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«En el siglo de la Ilustración», escribió Peter Gay en su exhaustivo compendio de las
ideas que contribuyeron al nacimiento de ese extraño modo de vida nuestro conocido
por el nombre de «modernidad», «el miedo al cambio, que, hasta aquel momento, había
sido universal, empezó a dar paso al miedo al estancamiento; la palabra innovación,
tradicionalmente un término ofensivo, pasó a convertirse en una forma de elogio» [112] .
Ya no había motivo para temer al cambio, puesto que existía también la sensación (al
menos, en los salones parisinos y en los cafés londinenses donde se reunían los
miembros de la República de las Letras) de que «en la lucha del hombre contra la
naturaleza, el equilibrio de poder se estaba decantando a favor del primero». En lugar
de presagiar un nuevo vendaval de imprevisible fatalismo, lo «nuevo» auguraba un
nuevo paso en el camino del control humano sobre el destino de la humanidad. La
actitud propia de la época no era de «jactancia que oculta impotencia», sino de
«confianza racional en la eficacia de la acción dinámica». La «acción» era lo
fundamental y donde hubiera voluntad para actuar, pronto habían de seguir los
conocimientos y las herramientas.
Se sentía entonces (o, al menos, lo sentían las personas más dadas al saber y a la
reflexión) que, con el esfuerzo debido, el paso que el propio Gay llama «de la
experiencia al programa» (o, dicho de otro modo, de la contemplación a la acción, de
la teoría a la práctica, de un conocimiento mejor a un mundo mejor, de interpretar los
designios de la naturaleza a diseñar una naturaleza nueva y perfeccionada) podía ser sin
duda acortado y acelerado. La Ilustración fue la cuna de las que David Hume llamó
«ciencias morales» (la sociología, la psicología, la economía política, la educación
moderna), resueltas todas ellas a servir a la inminente «era de la administración», en la
que las «autoridades públicas reformistas» iban a «entrar en conflicto con los órganos y
las prácticas tradicionales establecidas», y en la que «tras los ejércitos del laissez faire
desfilarían los funcionarios de la regulación gubernamental». La medicina «ocupaba un
lugar estratégico en el conjunto del conocimiento» y marcó, por consiguiente, la pauta a
seguir para cualquier acción que hubiera que emprender, fuese cual fuese su objetivo:
en primer lugar, diagnosticar la afección, para, a partir de ahí, diseñar una terapia,
aplicarla y hacer que la parte enferma vuelva a estar sana (o, si cabe, aún más sana y
más inmune a la enfermedad que nunca antes). «La medicina», dice Peter Gay, «era
filosofía aplicada a la práctica; la filosofía era medicina para el individuo y la
sociedad» [113] .
Poco más de dos siglos después, en plena época de lo que un gran número de
observadores consideran la «modernidad tardía», Daniel Galvin (a quien Laura Barton