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intención provocadora, según la opinión de Adorno), la cultura es inútil (o eso, al

menos, es lo que se nos dice en tanto en cuanto los gestores monopolicen la facultad de

trazar la línea que separa lo útil de lo desechable). Representa las pretensiones de lo

particular frente a la presión homogeneizadora de lo general e «implica un impulso

irrevocablemente crítico dirigido hacia el statu quo y sus instituciones» [34] .

El choque entre esas dos narraciones resulta inexorable. No puede evitarse ni

apaciguarse una vez se hace público. La relación gestores-gestionados es

intrínsecamente agónica; ambos bandos persiguen fines opuestos y sólo pueden

cohabitar de un modo conflictivo y militante, prestos a la batalla.

Adorno reconoce lo inevitable de ese conflicto. Pero también señala que los

antagonistas se necesitan mutuamente; por incómoda y desagradable que pueda resultar

una situación de enemistad abierta, estruendosa o clandestina, el mayor infortunio que

puede caer sobre la cultura sería su victoria completa y finita sobre su antagonista: «a

la cultura se le inflige un daño cuando se la planifica y se la administra; pero si se la

deja sola, todo lo cultural se arriesga a perder no sólo la posibilidad de un efecto, sino

su existencia misma» [35] . En esos términos vuelve a enunciar la triste conclusión a la

que había llegado cuando trabajaba (junto a Max Horkheimer) en la Dialéctica de la

Ilustración: «la historia de las religiones y las escuelas antiguas, como la de los

partidos y las revoluciones modernas», nos enseña que el precio de la supervivencia es

«la transformación de las ideas en dominación» [36] . Así pues, esta lección de la historia

debería ser diligentemente estudiada, absorbida y puesta en práctica por «creadores de

cultura» profesionales que asuman el peso principal de la proclividad transgresora de

la cultura y la conviertan en una vocación conscientemente abrazada por ellos, de

manera que practiquen la crítica y la transgresión como su propio modo de ser:

El llamamiento a los creadores de cultura para que se retiren del proceso de

administración y se mantengan alejados de él suena a falso, ya que tal cosa no

sólo les privaría de la posibilidad de ganarse la vida, sino también de la

existencia de cualquier clase de efecto y de contacto entre la obra de arte y la

sociedad, algo que la obra de mayor integridad no se puede permitir de ningún

modo so pena de desaparecer [37] .

Toda una paradoja. O todo un círculo vicioso… La cultura no puede convivir

pacíficamente con la gestión, sobre todo, cuando esta es molesta e insidiosa, y, más aún,

cuando se trata de una gestión dedicada a distorsionar las ansias

exploradoras/experimentadoras de la cultura para que encaje en el marco de

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