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«autotélico», ya que constituye por sí mismo su propia finalidad y valor. En la sociedad

de consumidores, resulta ser, además, el valor definitivo. Su bienestar, pues, es el

principal objetivo de todas y cada una de las actividades de la vida, así como la prueba

y el criterio finales de utilidad, adecuación y conveniencia aplicables al resto del

mundo humano y de cualquiera de sus elementos.

Al pasar el realce de las sensaciones corporales —la placidez, los placeres y los

gozos fisiológicos— a ocupar el lugar central de la política de la vida como finalidad

última de esta, el cuerpo alcanza una posición única que no tiene parangón en ninguno

de los roles asignados a ninguna otra entidad del Lebenswelt. Combina facetas que

difícilmente se pueden ver juntas en ningún otro lugar: en otros casos, suelen

mantenerse separadas y, por consiguiente, rara vez han de afrontar la prueba de la

compatibilidad y la compleja tarea de la reconciliación mutua. El cuerpo del

consumidor, pues, tiende a ser una fuente particularmente prolífica de ansiedad

perpetua, agravada por la ausencia de desembocaderos establecidos y fiables que

permitan siquiera aliviarla (para cuánto más, desactivarla o disiparla).

No es de extrañar, entonces, que la ansiedad que rodea al cuidado del cuerpo sea,

para los expertos en marketing, una fuente potencialmente inagotable de ganancias. La

promesa de reducción o eliminación de esa ansiedad es la oferta más tentadora,

buscada y agradecidamente aceptada que propone el mercado de consumo como

respuesta a la fuente más duradera y fiable de demanda popular de artículos de

consumo. Pero para que nunca falten consumidores en la sociedad de consumo, esa

ansiedad —contraviniendo flagrantemente las explícitas y vociferantes promesas del

mercado— necesita ser constantemente revigorizada y periódicamente alentada e

incitada, o, cuando menos, estimulada. Los mercados de consumo se nutren de la

ansiedad de los consumidores potenciales, una ansiedad que esos mismos mercados

avivan y se encargan por todos los medios de intensificar.

Como ya se ha mencionado, contrariamente a las promesas declaradas (y creídas

por muchos) de los anuncios publicitarios, el consumismo no gira en torno a la

satisfacción de deseos, sino a la incitación del deseo de deseos siempre nuevos (con

preferencia, de aquellos que, en principio, sean imposibles de saciar). Para el

consumidor, un deseo satisfecho debería resultar así tan placentero y excitante como

una flor marchita o una botella de plástico vacía; para el mercado de consumo, por su

parte, un deseo satisfecho significaría igualmente un presagio de catástrofe inminente.

La mejor forma de imaginarse al «consumidor ideal» que persigue el mercado de

consumo es como una especie de fábrica funcionando a pleno rendimiento las

veinticuatro horas del día y los siete días de la semana para garantizar una sucesión

ininterrumpida de deseos efímeros, puntuales y esencialmente desechables. Para que

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