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profesionales de la filosofía académica (de hecho, la gran mayoría de ellos) que ceden

a sus propios terrores.

La práctica no constituye ninguna prueba de la verdad y, mucho menos aún, su

prueba concluyente y definitiva; la práctica es un obstáculo o un paso elevado hacia la

verdad. La utilidad, la inmediatez de los efectos de una acción, no supone un indicador

legítimo del poder de una teoría ni un test creíble de su calidad. La práctica perdió esa

autoridad cuando abandonó las esperanzas y las promesas incumplidas del pasado y

dejó sola a la teoría en el campo de batalla en el que se lucha por la preservación y la

redención de esas esperanzas, y en el que estas podrían ser finalmente conquistadas.

No creo que Adorno esperara que el espíritu tuviera mucho que ganar de un diálogo

con la materia, pero lo cierto es que, una vez desprovistos de su subjetividad y

embutidos en una masa inarticulada, desordenada y rastrera, los seres humanos han

quedado reducidos al estado de materia. Adorno previno a su amigo mayor Walter

Benjamin contra los que él llamaba «motivos brechtianos»: la esperanza de que los

«trabajadores reales» salvarían el arte para que este no perdiera su aura, o de que

serían salvados por la «inmediatez del efecto estético combinado» del arte

revolucionario [135] . Los «trabajadores reales», insistía, «no gozan, en realidad, de

ventaja alguna sobre sus equivalentes burgueses» en ese aspecto, ya que «llevan todas

las señales de mutilación del típico carácter burgués». Y. como despedida, advierte de

que no «convirtamos nuestra necesidad» (es decir, la de los intelectuales que «necesitan

a los proletarios para la revolución») «en una virtud del proletariado como nos

sentimos constantemente tentados a hacer».

«El mundo quiere que le engañen»: la categórica sentencia de Adorno suena a

comentario hecho a propósito de la triste historia de Ulises y los cerdos escrita por

Feuchtwanger, o del «escape de la libertad» de Erich Fromm, o del arquetipo de todo

lo anterior: la especulación melancólica de Platón sobre el trágico destino de los

filósofos que tratan de compartir con quienes siguen encerrados en la caverna las

buenas nuevas que traen del mundo exterior iluminado por la luz del día. «No es que las

personas se traguen el cuento, como se suele decir, […] es que desean que les

engañen»; «sienten que sus vidas serían completamente insoportables si dejaran de

aferrarse a satisfacciones que no lo son en absoluto» [136] . Adorno cita con indisimulada

aprobación el ensayo que Sigmund Freud dedicó a la psicología del grupo: el grupo

«desea ser gobernado por una fuerza ilimitada, siente una pasión extrema por la

autoridad; en expresión de Le Bon, tiene sed de obediencia. El padre primordial es el

ideal del grupo y este gobierna el ego en sustitución del ideal del ego» [137] . Atribuye,

además, el éxito increíble y el dominio indiscutible de la «industria» de la cultura de

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