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Doble lealtad, doble riesgo, doble oportunidad de autocomprensión… «El exilio es
una prueba de libertad», concluye Milosz, «y esa libertad asusta […] El exilio destruye,
pero si resistes la destrucción, la prueba te hará más fuerte».
Las posibilidades de emancipación humana parecen muy distintas hoy de aquellas que
tan evidentes le parecieron a Marx, si bien las acusaciones que Marx planteaba contra
un mundo imperdonablemente hostil a la humanidad no han perdido un ápice de su
relevancia y de su urgencia, y el hecho de no haber hallado a un jurado competente y
con el poder necesario para dictar una sentencia y hacer que se cumpla (castigando a
los culpables y compensando a las víctimas) no puede suponer prueba definitiva alguna
de la inverosimilitud de las aspiraciones originales de emancipación. Nadie ha dado un
motivo adecuado para suprimir la emancipación del orden del día (si para algo se han
dado razones, es para lo contrario: la nociva persistencia de tantos y tantos males
supone una motivación más para intentar conseguir dicha emancipación aún con mayor
ahínco). En esto, Adorno es categórico: «La presencia, en absoluto disminuida, del
sufrimiento, el miedo y la amenaza conviene en perentoria la necesidad de no descartar
de por sí la idea o el pensamiento que no pueda materializarse». Hoy, como entonces,
«la filosofía debe averiguar, sin atenuante alguno, por qué el mismo mundo que podría
ser un paraíso aquí y ahora puede convertirse en un infierno mañana». La diferencia
entre el «ahora» y el «entonces» debería buscarse en otra parte.
Para Marx, el mundo parecía listo para transformarse en un paraíso «allí y
entonces». El mundo parecía estar preparado para un giro de 180 grados instantáneo,
porque «la posibilidad de cambiar el mundo “de arriba abajo” estaba presente de forma
inmediata» [127] . Eso ya no es posible, si es que alguna vez lo fue («sólo desde la
tozudez puede seguir sosteniéndose esa tesis tal y como Marx la formuló»). Se ha
perdido la posibilidad de tomar un atajo hacia un mundo más adecuado para la vida
humana. Quizás sería más exacto decir que, entre el mundo de aquí y ahora y ese otro
mundo acogedor para la humanidad y «de fácil uso», no queda ningún puente a la vista
(ni real ni supuesto). Tampoco siguen ahí las multitudes dispuestas a cruzar en
estampida el puente hasta el final (si este fuese diseñado en algún momento) ni los
vehículos capaces de llevar a los más dispuestos hasta el otro lado y dejarlos allí sanos
y salvos. Nadie puede estar hoy seguro de cómo habría que diseñar un puente así para
que fuera utilizable, ni en qué punto de la orilla habría que ubicar la cabeza de su
trazado para facilitar un tráfico cómodo y sin problemas. La conclusión que se extrae
fácilmente de todo ello es que hoy las posibilidades no se nos presentan de un modo
inmediato. En palabras de Adorno, el «espíritu» y el «ente concreto» se han separado y,