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potenciales (a fin de cuentas, ningún mensaje puede permanecer mucho tiempo en
secreto en un planeta atravesado por autopistas de la información), sino porque se
tiende a ignorar que, aunque el triunfo a escala mundial del «modo de vida moderno»
significa que el impulso que lleva a fijar un orden del día o agenda puede ser ahora un
fenómeno universal o planetario, los temas que reclaman un lugar prioritario en esa
agenda continúan estando tan territorialmente diferenciados como antes (o incluso más)
así como lo están las consecuencias de la globalización.
Aunque todos los habitantes del planeta comparten, por así decirlo, el mismo barco
desde el punto de vista de sus perspectivas de supervivencia (en el sentido de que o
navegan todos juntos o se hunden juntos), sus tareas inmediatas y, por lo tanto, sus
destinos preferidos difieren sustancialmente, lo cual provoca que las acciones y las
finalidades respectivas resulten del todo discordantes, y generen antagonismos cuando
lo que más se necesita es solidaridad.
El precepto de Adorno (que la tarea del pensamiento crítico «no consiste en la
conservación del pasado, sino en la redención de las esperanzas del pasado») no ha
perdido un ápice de su relevancia, pero, precisamente por ello, el pensamiento crítico
está también obligado a un replanteamiento continuo para mantenerse a la altura de su
misión. Como antaño, la esperanza de alcanzar un equilibrio aceptable entre libertad y
seguridad, las dos condiciones sine qua non de la sociedad humana (y que, aun no
siendo inmediatamente compatibles, resultan igualmente cruciales), debe situarse en el
lugar central de esa labor de replanteamiento. Entre las esperanzas del pasado que
precisan con más urgencia de redención, las conservadas en el Idee zu einer
allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht de Kant [147] pueden reclamar con
toda justicia la categoría de «metaesperanza»: la esperanza que hace posible todas las
esperanzas.
Basta con echar un vistazo al planeta para darse cuenta de la formidable tarea que
esto plantea y de lo alta que es la cima que habrá que escalar.
Pero armados (para bien o para mal) del lenguaje y de esa curiosa partícula («no»)
que en él viene (esa declaración de negación, denegación o rechazo, que nos eleva a los
seres humanos por encima del testimonio de nuestros sentidos y separa las apariencias
de la verdad), así como de ese igualmente extraño (si uno lo piensa) tiempo verbal
futuro que nos impulsa más allá de lo inmediato y de lo dado, los seres humanos no
podemos dejar de imaginar cómo hacer que las cosas sean diferentes de lo que son en
el momento presente. No podemos conformarnos con «lo que es» o lo que hay, porque
no podemos captar realmente qué «es» sin tratar de ir más allá. Formulamos a ese «es»
preguntas incómodas que exigen una explicación y una disculpa. Esperamos que las
cosas cambien y decidimos cambiarlas, tanto las pequeñas como las grandes.