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verdad por encima de cualquier otro cálculo de ganancias o beneficios mundanos

(materiales, tangibles, racionales y pragmáticos), ya sean estos reales o putativos,

individuales o colectivos.

Eso es lo que distingue al mártir del héroe moderno. El máximo beneficio que un

mártir podía esperar conseguir con su acto era la demostración definitiva de su propia

probidad moral, el arrepentimiento de sus pecados y la redención de su alma; los

héroes, sin embargo, son modernos: calculan ganancias y pérdidas y quieren que su

sacrificio sea recompensado. No existe ni puede existir un «martirio inútil». Pero

vemos con muy malos ojos, reprobamos y hasta nos tomamos a broma los casos de

«heroísmo inútil», es decir, de sacrificios que no reportan provecho alguno…

Cuando digo «provecho» no me refiero a una ganancia económica; como los

mártires, los héroes no pueden ser acusados de codicia o de cualquier otra motivación

egoísta y mundana. La mayoría de ellos no hacen lo que hacen porque esperen que se

les retribuyan sus servicios o se les compensen las molestias. No les importan sus

propias comodidades y merecimientos: están listos para llegar al sacrificio final, Pero

este tiene que ser un sacrificio que obtenga un efecto que, de otro modo, no se

obtendría: un sacrificio con una finalidad que, de no producirse aquel, sería más difícil

de alcanzar. Aproximarse a ese fin hace que su muerte valga la pena.

Para validar la pérdida de la vida, el propósito de la muerte debe ofrecerle al héroe

más valor que todas las alegrías que seguir viviendo en este mundo le pueda reportar.

Ese valor, además, debe sobrevivir a la muerte individual del héroe (admitiendo que su

vida es breve y que esa muerte será su final seguro), la cual debe contribuir, a su vez, a

dicha supervivencia. Mientras que el sentido del martirio no depende de lo que suceda

a partir de entonces en el mundo terrenal, el sentido del heroísmo sí. Renunciar a la

vida propia sin obtener con ello efecto palpable alguno (y, por consiguiente, echando

por la borda la oportunidad de dotarla de rigor y seriedad) no sería un acto de

heroísmo, sino el producto de un error de cálculo o un acto de locura (o, incluso, la

prueba de un censurable incumplimiento del deber).

En su encarnación moderna, el «héroe» nació (¿o deberíamos decir renació, si

tenemos en cuenta la invocación/resurrección que la República Francesa hizo de la

antigua fórmula romana pro patria tras siglos en los que la noción cristiana del

«mártir» había presidido las muertes de los cruzados y de otros guerreros de la «guerra

santa»?) en el umbral mismo de la era de la construcción nacional. La reencarnación

moderna del «héroe» —aquella persona que muere para asegurar la supervivencia de la

nación— fue un efecto secundario de lo que George L. Mosse llamó la «nacionalización

de la muerte» [29] .

Al inicio de la era moderna, Europa, dividida en reinos dinásticos, era un mosaico

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