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cada vez más virulenta y las invenciones cada vez más osadas de los arquitectos y de

los planificadores en general.

Desde el principio, las ciudades han sido lugares en los que personas extrañas

conviven en cercanía sin dejar de ser extrañas las unas para las otras. La compañía de

extraños resulta siempre inquietante (aunque no siempre se tema), ya que en la esencia

misma de ser extraños (es decir, de aquello que los diferencia de los amigos y los

enemigos) está que las intenciones, la forma de pensar y las respuestas de aquellos a las

situaciones compartidas resultan desconocidas o no suficientemente conocidas como

para calcular las probabilidades de su conducta. Toda concentración de extraños

constituye un escenario de imprevisibilidad endémica e irremediable. Se podría

expresar de otro modo: los extraños entrañan riesgo. No puede haber riesgo sin que

exista, al menos, un temor residual a un posible daño o a una posible derrota, pero sin

riesgo tampoco hay posibilidad alguna de ganancia o de triunfo. Por eso, los contextos

cargados de riesgo no pueden percibirse más que como situaciones de una ambigüedad

intrínseca que, a su vez, sólo pueden evocar actitudes y respuestas ambivalentes. Los

escenarios de riesgo tienden a atraer y a repeler al mismo tiempo, y el punto en el que

una respuesta se convierte en su contraria es notablemente variable y cambiante,

prácticamente imposible de precisar (menos aún de fijar).

El espacio es «público» en la medida en que los hombres y las mujeres a los que se

les permite la entrada y tienen probabilidades de entrar no son preseleccionados. No se

requieren pases ni se registra a quien entra ni a quien sale. La presencia en un espacio

público es, pues, anónima y, por consiguiente, es inevitable que quienes estén presentes

en ese espacio tiendan a ser extraños entre sí y lo sean también para las personas a cuyo

cargo está dicho espacio. Los espacios públicos son lugares en los que los extraños

coinciden; constituyen, por tanto, compendios y versiones condensadas de los rasgos

definitorios de la vida urbana. Es en esos espacios públicos donde la vida urbana y

todo aquello que la diferencia de otras formas de unión humana alcanza su máxima

expresión, complementada con sus alegrías y penas, premoniciones y esperanzas, más

características.

Los espacios públicos son, por todos esos motivos, escenarios en los que la

atracción y la repulsión pugnan mutuamente en proporciones continua y rápidamente

cambiantes. Son, pues, lugares vulnerables, expuestos a arranques maniacodepresivos o

esquizofrénicos, pero también son los únicos espacios en los que la atracción tiene

alguna posibilidad de compensar o de neutralizar la repulsión. Son, por decirlo de otro

modo, lugares en los que se descubren, se aprenden y se practican por primera vez las

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