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No hay duda de que la sociedad no es un lugar hospitalario ni acogedor para

quienes son «insensibles a la razón común» y es totalmente hostil para quienes son

«ineptos para el cálculo de sus propios beneficios». La sociedad no acepta con

facilidad las posibilidades infinitas; ¿cuál es el sentido de un orden social si no el de

recortar el número de posibilidades permitidas y reprimir todas las demás? La esencia

de toda socialización radica en dar lecciones de «realismo»: a los recién llegados, a

los recién nacidos, la sociedad les ofrece su admisión a condición de que acepten el

derecho de la realidad a trazar la línea que separa las posibilidades seleccionadas (y

regularizadas a partir de ese momento en forma de probabilidades asistidas por el

poder) de todas las demás (censuradas desde ese instante por la autoridad por estar mal

concebidas, o por ser inútiles, vergonzosas o pecaminosas, y totalmente

«antisociales»), que no suponen sólo una pérdida de tiempo, sino una manera de

buscarse problemas.

Desde que en la modernidad temprana se descubriera la «infancia» como estadio

separado (y, en muchos sentidos, singular) en la vida humana, la sociedad ha ensalzado

a los niños por su «espíritu de concordia» y de «juego libre», profundamente añorado

por los miembros adultos de esa misma sociedad (aun cuando estos, al mismo tiempo y

por más o menos la misma razón, veían con una honda suspicacia a sus pequeños y a

sus pequeñas). A fin de cuentas, la vida de las personas adultas las obligaba a renunciar

por completo a ese juego libre o a relegarlo a los «momentos de ocio», y a sustituirlo

por la disciplina y la rutina en todos los demás momentos (mientras que, por su parte, el

impulso de la concordia estaba bien sujetado dentro de la camisa de fuerza de los

derechos y los deberes contractuales). No se podía confiar en los niños y dejarlos solos

sin atenta supervisión; había que reprocesar la «infancia bruta» y desintoxicarla,

depurarla de sus ingredientes naturales, porque la sociedad no querría ingerirlos y no

sería capaz de digerirlos si los ingiriera. En la práctica (si no también en la teoría), la

infancia no era tratada como un remanso o refugio, sino como un simulacro de la vida

adulta. El producto final que ese reprocesado de los niños pretendía conseguir

dependía del rol que se asignase a cada miembro de la sociedad cuando fuese llamado

al servicio activo.

Durante buena parte de la historia moderna (aquella caracterizada por las plantas

industriales de grandes dimensiones y los ejércitos de reclutas de gran tamaño), la

sociedad moldeó y preparó a sus miembros para el trabajo industrial y el servicio

armado. La obediencia y la conformidad, así como la resistencia frente a la monotonía y

la rutina, eran las virtudes que convenía sembrar y cultivar; la fantasía, la pasión, el

espíritu rebelde y la tendencia a la disconformidad eran vicios que había que

exterminar. El cuerpo del trabajador o del soldado potencial era lo que realmente

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