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suele ser confundido. Coincido con Jean Baudrillard —el más destacado portavoz de

dicha corriente— en que ese «pensamiento radical» no es dialéctico y ni siquiera es

una «crítica», y yo sugeriría incluso que esto es debido a que rechaza los supuestos que

Adorno acepta de forma patente en su propia teoría crítica. En los manifiestos

programáticos de Baudrillard [142] , el «pensamiento radical» se niega a entrar en la

negociación de significado que constituye la sustancia de la teorización crítica; el

interés primordial del «pensamiento radical» no es reinterpretar o explicar hechos, sino

realizar un acto de desafío contra su realidad y contra la validez del pensamiento

dirigido a explicarla; la demolición y la relegación de este último no son más que una

mera réplica desde el pensamiento de la «destrucción simbólica» perpetuada por el

«hecho». El «pensamiento radical» no nace de la duda filosófica o de la utopía

frustrada. Pasa directamente a cuestionar el mundo, incluida su crítica utópica y la

filosofía surgida del vacío que separa al primero de la segunda. Quienes ejercen el

pensamiento radical en la versión de Baudrillard «sueñan con un mundo en el que nadie

pueda reprimir una carcajada al oír afirmaciones como “esto es verdad”, “esto es

real”». En ese mundo, podríamos añadir, el tiempo ha quedado en suspenso y carece de

sentido cualquier cuestión sobre la durabilidad o la fugacidad de las cosas, del mismo

modo que tampoco tiene sentido un gesto como el de encomendar una botella a las

corrientes marinas.

Si el símil del «mensaje en la botella» es una descripción abreviada de las

intenciones y las obras reales de Adorno, o constituye, más bien, un intento de captar

con la ayuda de una metáfora el sentido de unas cuantas reflexiones programáticas

dispersas y diseminadas por sus escritos, es una pregunta que despierta controversia. Y

lo es, especialmente, en lo referente a la evaluación de la trayectoria postexilio del

Instituto de Francfort y de quien se convirtió en su líder espiritual reconocido tras

«regresar a casa» desde la oscura periferia del establishment académico

estadounidense en busca del bien iluminado centro de la vida intelectual alemana (y,

poco tiempo después, de la europea); es decir, durante el único momento en la vida de

Adorno en que a los teóricos críticos se les ofrecieron puestos de poder y recursos

materiales que les permitían poner en práctica los contenidos que su teoría

recomendaba como más deseables. Tal y como Adorno y Horkheimer pensaban en su

exilio americano, «la historia de las religiones y las escuelas antiguas, como la de los

partidos y las revoluciones modernas, nos enseña que el precio de la supervivencia es

la implicación práctica, la transformación de las ideas en dominación». Horkheimer,

como rector de la Universidad de Francfort, y Adorno, como director del revivido

Instituto, tuvieron la oportunidad de ejercer tal transformación.

Algunos estudios influyentes, que confirman retrospectivamente la sentencia que

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