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vida-liquida-zygmunt-bauman

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codiciado de estar-en-el-mundo es la de separación. La hibridación establece un corte

entre los híbridos y todas y cada una de las demás líneas de progenie monocigótica.

Ningún linaje puede reclamar derechos de propiedad exclusivos sobre el producto,

ningún grupo de parentesco puede ejercer un control puntilloso y pernicioso sobre la

observancia de una serie de criterios, y ningún descendiente tiene por qué sentirse

obligado a jurar lealtad a su acervo tradicional hereditario. La «hibridación» es una

declaración de autonomía o, más aún, de independencia con la esperanza de que venga

acompañada de soberanía también en las prácticas. El hecho de que «los demás» se

queden atrás, atrapados en sus genotipos monocigóticos, dota la declaración de aún

mayor convicción y ayuda a que se sigan esas prácticas.

La imagen de una «cultura híbrida» confiere un barniz ideológico a la

extraterritorialidad alcanzada o reclamada. Ilustra, esencialmente, la libertad —

altamente preciada y ganada tras arduo esfuerzo— de entrar y salir libremente y sin

autorización de los sitios en un mundo entrecruzado de vallas y cortado en pedazos de

soberanía fijados territorialmente. Al igual que en las redes extraterritoriales y las

«ciudades de ninguna parte» transitadas y habitadas por la nueva élite global, la

«cultura híbrida» busca también su identidad en el hecho de no pertenecer, en la

libertad de desafiar y hacer caso omiso de las fronteras que atan los movimientos y las

posibilidades de elección de otras personas inferiores, de menor valía: los

«lugareños». Los «híbridos culturales» quieren sentirse chez soi en todas partes y estar

así vacunados contra la venenosa bacteria de la domesticidad.

Esta idea dejaría totalmente desconcertados a los defensores del significado

ortodoxo de «identidad». ¿Una identidad heterogénea (y efímera, volátil, incoherente y

eminentemente mutable)? Las personas que se educaron en obras clásicas modernas de

la identidad como las de Sartre o Ricoeur apuntarían de inmediato que esa noción

supone un contrasentido. Para Sartre, la identidad era un proyecto que duraba toda la

vida; para Ricoeur, constituía una combinación de l’ipséité (que presuponía coherencia

y consistencia) y la mêmeté (que representaba la continuidad): precisamente, las dos

cualidades que se rechazan de plano en la idea de la «identidad híbrida». Pero el

significado ortodoxo fue confeccionado en su momento a medida del Estado-nación y

de la construcción nacional, como también lo fue la autodefinición de las «clases

cultas» y el papel social que entonces desempeñaban y/o reivindicaban, pero que ha

sido ya casi abandonado por completo.

La idea de «identidad», dicho sea de paso, siempre se vio afectada por una

contradicción interna: sugería una forma de distinción que tendía a extinguirse en el

transcurso mismo de su proceso de afirmación y apuntaba hacia una uniformidad que

sólo podía construirse si se compartían las diferencias…

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