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todos los gozos de este, para su disfrute exclusivamente individual y solitario, incluso

aunque se saboreen en compañía.

¿Puede volver a convertirse el espacio público en un lugar de participación

duradera más que de encuentros casuales y breves? ¿En un lugar de diálogo, debate,

confrontación y acuerdo? Sí y no. Si, como durante la mayor parte de la historia

moderna, lo que se entiende por «espacio público» es la esfera pública que rodea a las

instituciones representativas del Estado-nación y a la que este presta servicio, habrá

que responder que probablemente no. Esa variedad concreta de escena pública ha sido

ya despojada de la mayoría de utensilios y elementos que le permitieron sostener los

dramas representados en ella en el pasado. Pero incluso si la vieja parafernalia se

hubiese mantenido intacta, difícilmente habría podido servir a las nuevas producciones,

cada vez más grandiosas y complejas, de millones de personajes y miles de millones de

figurantes y espectadores. Esos escenarios públicos, construidos originalmente para las

finalidades políticas de la nación y del Estado, han persistido en su carácter local, pese

a que el drama contemporáneo abarca a toda la humanidad y es enfática y

llamativamente global. Para ser creíble, la respuesta del «sí» precisa de un espacio

público nuevo y global: una política que sea genuinamente planetaria (no sólo

«internacional») y un escenario planetario adecuado. Y, además, necesita una

responsabilidad verdaderamente planetaria: un reconocimiento del hecho de que todos

los que compartimos el planeta dependemos mutuamente los unos de los otros para

nuestro presente y para nuestro futuro, de que nada de lo que hagamos o no hagamos

puede resultar indiferente para la suerte de otras personas, y de que ninguno de nosotros

puede ya buscar y encontrar un refugio privado en el que cobijarse de las tormentas que

pueden originarse en cualquier lugar del globo.

Lo que la lógica de la responsabilidad planetaria se propone (al menos, en

principio) es afrontar los problemas generados a escala global de manera directa, es

decir, en su propio nivel. Esa lógica parte de la suposición de que la única manera de

hallar soluciones duraderas y realmente eficaces a los problemas de ámbito mundial es

mediante la renegociación y la reforma del tejido de interdependencias e interacciones

globales. En lugar de aspirar a limitar los daños locales y a obtener beneficios a ese

mismo nivel a partir de los caprichosos y arriesgados vaivenes de las fuerzas

económicas globales, hay que buscar un nuevo tipo de escenario global en el que los

itinerarios de las iniciativas económicas de cualquier rincón del planeta dejen de ser

tan sumamente volubles y dejen de estar guiados exclusivamente por las ganancias

momentáneas sin prestar atención a los efectos secundarios y a las «víctimas

colaterales» y sin atribuir importancia alguna a las dimensiones sociales de los

equilibrios entre coste y efecto. En definitiva, lo que esa lógica pretende es, por citar a

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