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jaula/refugio con la que la regla moderna solía definir la diferencia entre el «interior» y

el «exterior» de las artes. Los muros que se abren desde los cuadros de Villeglé

superpuestos sobre las paredes de la galería son paredes en la ciudad, testimonios

vivos, constantemente inacabados y constantemente actualizados del arte moderno por

excelencia: el arte de la vida moderna. Estas paredes son precisamente los lugares en

los que se puede encontrar revelada y registrada la (ostensible u oculta, pero siempre

inexorable) labor de vivir para ser luego transferida al interior de los muros del museo,

donde se reencarnará en forma de objetos de arte. Los objetos de Villeglé son las vallas

publicitarias diseñadas para exhibir avisos públicos, pósteres y anuncios publicitarios,

o las sencillas paredes de ladrillo pensadas originalmente para separar y ocultar

domicilios privados o hileras enteras de edificios comerciales de la vista de los

transeúntes, pero cuya insustancialidad impoluta suponía todo un reclamo para los

impresores, los distribuidores y los colocadores de carteles, una tentación a la que era

imposible resistirse en una ciudad posmoderna rebosante de imágenes y sonidos que

rivalizan por la atención del público. (¿Acaso no son los pósteres las malas hierbas de

la sociedad de la información que invaden hasta el último pedacito de terreno libre de

raíces? ¿Acaso no son las malas hierbas de los jardines de la comunicación? ¿Acaso no

son las paredes vacías y todas las superficies planas sin mensajes las versiones

actualizadas, puestas al día de la modernidad líquida, de ese otro «vacío» al que toda

naturaleza —en este caso, la naturaleza de la sociedad de la información— tiene

horror?).

Da igual si se trata de vallas publicitarias expresamente confeccionadas para tal fin

como de paredes invadidas, anexionadas y absorbidas por el avance de las tropas del

imperio de la información. En cuanto quedan fijadas en los cuadros de Villeglé, apenas

dejan entrelucir sus distintos pasados. Todas ellas guardan un asombroso parecido,

tanto si son el resultado de la superposición de numerosas capas de carteles pegados

unos sobre otros en bulevares como el de la Chapelle, el Haussmann, el Malesherbes o

el Marne, en calles como la de Littré, la de Écoles, la de Saint Lazare o la del Faubourg

St. Martin, o en el cruce de Sèvres y Montparnasse. Cada una de ellas conforma una

extraña mezcla entre tumba y solar en construcción: un punto de encuentro entre cosas a

punto de morir y cosas a punto de nacer que morirán un poco después. La fragancia de

la cola fresca pugna aquí con el olor de los cadáveres en proceso de putrefacción.

Affiches laceres… tiras de papel rasgado se agitan medio sueltas sobre los pedazos de

cartel que dejan entrever por debajo y que anuncian potenciales tiras todavía por

rasgar. Medias sonrisas en las mitades rescatadas de rostros ocultos por completo hasta

entonces; un único ojo o una sola oreja sin su compañera; rodillas y codos sin nada que

conectar ni que los mantenga unidos. Gritos que se silencian antes de que puedan ser

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